Si mi hija vuelve con su marido, puede olvidarse de mí

—Si vuelves con él, Lucía, puedes olvidarte de mí para siempre.

Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera pensarlas. Mi hija me miró con esos ojos grandes, llenos de miedo y culpa, y por un instante sentí que el mundo se detenía. El reloj de la cocina marcaba las siete y media de la tarde, y el aroma del café recién hecho flotaba en el aire, mezclándose con la tensión que llenaba cada rincón del piso. Afuera llovía, como si el cielo quisiera acompañar mi tristeza.

Lucía temblaba. Tenía las manos apretadas sobre el regazo y los nudillos blancos. —Mamá, no lo entiendes… —susurró—. Álvaro ha cambiado. Me ha pedido perdón. Dice que va a ir a terapia.

Me levanté de la silla tan bruscamente que la taza casi se cae al suelo. —¿Cuántas veces te ha dicho eso? ¿Cuántas veces has vuelto a casa con moratones, con los ojos hinchados de llorar? ¿Cuántas veces he tenido que recogerte en mitad de la noche porque él te echaba a la calle?

Lucía bajó la mirada. Su pelo castaño le caía sobre la cara, ocultando las lágrimas que empezaban a rodar por sus mejillas. Yo también lloraba por dentro, pero no podía permitirme flaquear. No después de todo lo que habíamos pasado.

Mi marido, Antonio, murió hace seis años. Desde entonces, Lucía y yo habíamos formado un equipo. Pero cuando conoció a Álvaro en la universidad, todo cambió. Al principio era encantador: traía flores, le escribía poemas, incluso venía a cenar los domingos y ayudaba a poner la mesa. Pero poco a poco su carácter se volvió oscuro. Empezó a controlar lo que Lucía vestía, con quién hablaba, hasta lo que comía.

La primera vez que vi un moratón en su brazo pensé que se habría golpeado sin querer. Pero luego vinieron los gritos por teléfono, las noches en vela esperando a que volviera a casa, las llamadas de vecinos preocupados porque escuchaban golpes y llantos.

—No quiero perderte, mamá —dijo Lucía entre sollozos—. Pero tampoco quiero estar sola.

Me arrodillé frente a ella y le cogí las manos. —No estás sola. Me tienes a mí. Tienes a tu hermano Sergio, a tu tía Pilar… No necesitas a nadie que te haga daño para sentirte acompañada.

Lucía asintió débilmente, pero vi en sus ojos esa mezcla de dependencia y miedo que tanto me aterrorizaba. Sabía que Álvaro era capaz de manipularla hasta hacerle creer que sin él no valía nada.

Esa noche apenas dormí. Me pasé horas mirando el techo, repasando cada conversación, cada vez que había intentado convencerla de dejarle sin éxito. Recordé cuando era pequeña y se caía de la bici: siempre venía corriendo a mis brazos para que le curara las heridas. Ahora sus heridas eran invisibles y yo no sabía cómo sanarlas.

A la mañana siguiente, mientras preparaba café, Sergio llegó sin avisar. —¿Qué ha pasado? —preguntó al ver mi cara desencajada.

Le conté todo entre lágrimas. Sergio apretó los puños sobre la mesa. —No podemos dejar que vuelva con ese cabrón —dijo con rabia contenida—. Si hace falta voy yo mismo a hablar con él.

—Eso solo empeoraría las cosas —le respondí—. Lucía tiene que decidir por sí misma. Pero si vuelve con él… no sé si podré seguir viéndola destruirse así.

Los días siguientes fueron una tortura. Lucía apenas salía de su habitación. Yo escuchaba sus pasos nerviosos por el pasillo, sus llamadas apagadas con amigas intentando buscar respuestas donde solo había confusión.

Una tarde recibí una llamada inesperada: era Álvaro.

—Carmen, sé que piensas mal de mí —dijo con voz suave—. Pero te prometo que he cambiado. Amo a Lucía y haré todo lo posible para recuperarla.

Sentí una rabia sorda subir por mi garganta. —Si de verdad la quisieras, la dejarías en paz —le espeté antes de colgarle.

Esa noche discutimos otra vez. Lucía quería ir a recoger unas cosas al piso donde vivía con Álvaro y me pidió que la acompañara. Cuando llegamos, él ya estaba allí esperándola con un ramo de flores y una sonrisa forzada.

—Lucía, por favor… —suplicó él—. Dame otra oportunidad.

Vi cómo mi hija dudaba, cómo sus pies vacilaban en el umbral de esa casa donde había sufrido tanto. Sentí ganas de gritarle que corriera, que no mirara atrás, pero me mordí la lengua.

Al volver al coche, Lucía rompió a llorar desconsoladamente.

—No sé qué hacer, mamá…

La abracé fuerte. —Haz lo que necesites para ser feliz… pero piensa si eso es amor o miedo.

Pasaron semanas así: idas y venidas, mensajes contradictorios, promesas rotas. Yo me sentía cada vez más impotente y sola en mi propio dolor.

Un domingo por la tarde, mientras preparábamos una tortilla de patatas juntas como cuando era niña, Lucía me miró fijamente:

—¿De verdad lo decías? ¿Que si vuelvo con él me olvide de ti?

Me temblaron las manos al romper los huevos sobre el bol.

—Lo decía porque no puedo verte sufrir más —le respondí—. Porque me duele más verte volver a ese infierno que perderte para siempre.

Lucía asintió lentamente y se quedó en silencio mucho rato.

Hoy han pasado tres meses desde aquella conversación. Lucía sigue viviendo conmigo y va a terapia cada semana. A veces llora por las noches; otras veces sonríe como antes. Yo sigo aquí, luchando contra el miedo de perderla y el deseo de protegerla para siempre.

A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar una madre para salvar a su hija? ¿Es justo ponerle límites al amor cuando está en juego su vida?

¿Vosotros qué haríais en mi lugar?