Si no hubieras consentido tanto a tu hija, seguiríais juntos

—¡No puedes dejar que le hable así a su padre! —grité desde el umbral del salón, con la voz temblorosa y el corazón encogido. Lucía ni siquiera me miró; seguía sentada en el sofá, con el móvil en la mano y la pequeña Alba subida a sus rodillas, berreando porque no le habían comprado el último muñeco de moda. Mi hijo, Diego, estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia la calle como si quisiera huir de todo aquello.

—Carmen, por favor… —musitó Diego sin girarse—. No empieces otra vez.

Pero yo no podía callarme. No después de meses viendo cómo mi nieta se convertía en una tirana, cómo Lucía le reía todas las gracias y nunca le ponía un límite. En mi casa, cuando yo era niña en Salamanca, bastaba una mirada de mi madre para que supiéramos que había que comportarse. Ahora parecía que todo eso era cosa del pasado, que educar era dejar hacer y mirar para otro lado.

—No empiezo yo, Diego. Es vuestra hija la que empieza cada día —dije, intentando controlar las lágrimas—. Y tú… tú no haces nada.

Lucía levantó la vista por fin. Sus ojos verdes me atravesaron con esa mezcla de superioridad y desprecio que tanto me dolía.

—Carmen, Alba es una niña feliz. No necesita gritos ni castigos. Lo que necesita es comprensión y amor. ¿Tan difícil es de entender?

Me mordí el labio para no soltarle lo que pensaba. ¿Comprensión? ¿Amor? ¿Eso era dejarla romper los juguetes, contestar a los mayores y pegarle una patada al perro? ¿Eso era amor?

Aquella tarde fue solo una más en una larga cadena de discusiones. Desde que Alba nació, Lucía había decidido criarla según lo que ella llamaba «principios modernos». Nada de castigos, nada de prohibiciones. Si Alba quería dormir a las tres de la tarde o comer chocolate antes de cenar, se le permitía. Si quería faltar al colegio porque estaba cansada, se quedaba en casa viendo dibujos animados.

Al principio pensé que era una fase. Que cuando Alba creciera un poco, Lucía entendería que los niños necesitan límites. Pero no fue así. Y Diego… ay, mi Diego… Siempre tan bueno, tan callado, tan incapaz de enfrentarse a su mujer. Yo le veía apagarse poco a poco, resignado a un papel secundario en su propia casa.

Las cosas llegaron al límite el día del cumpleaños de Alba. Habíamos organizado una comida familiar en casa. Vinieron mis hermanas, los primos, hasta mi cuñada Pilar desde Madrid. Alba se pasó la tarde gritando porque no le gustaba la tarta y tirando los regalos al suelo. Nadie se atrevía a decirle nada. Yo intenté intervenir:

—Alba, cariño, eso no se hace. Hay que dar las gracias aunque no te guste el regalo.

Ella me miró con esos ojos grandes y oscuros y me sacó la lengua. Lucía se rió.

—Déjala, Carmen. Es su día.

Mi hermana Mercedes me susurró al oído:

—Si yo fuera tú, ya le habría dado un azote.

Esa noche discutí con Diego hasta las lágrimas.

—No puedo más —le dije—. Me duele ver cómo permitís todo esto. Alba va a crecer sin respeto por nadie.

Diego me abrazó y lloró como cuando era niño.

—No sé qué hacer, mamá. Si le digo algo a Lucía, discutimos. Si intento poner límites a Alba, Lucía me acusa de ser un padre autoritario… Estoy perdido.

Poco después empezaron las peleas entre ellos. Gritos por las noches que se oían desde mi piso en el bloque de al lado. Alba llorando porque no podía dormir con su madre todos los días. Diego durmiendo en el sofá cada vez más a menudo.

Un día Diego apareció en mi casa con una maleta y los ojos hinchados.

—Nos separamos —me dijo—. No puedo más.

Me senté a su lado y le cogí la mano.

—¿Por qué? —pregunté aunque ya lo sabía.

—Porque nunca estamos de acuerdo en nada —sollozó—. Porque Lucía dice que soy un retrógrado y yo creo que ella está criando a una niña sin valores… Porque ya no nos queremos igual.

Durante semanas intenté mediar entre ellos. Hablé con Lucía, con Diego, incluso con Alba cuando venía a verme los fines de semana. Pero todo estaba roto ya.

La familia empezó a tomar partido: unos defendían a Lucía («los tiempos han cambiado», decían), otros me daban la razón («los niños necesitan límites»). Las cenas familiares se volvieron incómodas; las conversaciones giraban siempre en torno a lo mismo: ¿quién tenía la culpa?

Una tarde me encontré con Lucía en el parque mientras Alba jugaba sola en el columpio. Me acerqué despacio; ella ni siquiera levantó la vista del móvil.

—Lucía —dije suavemente—. ¿De verdad crees que esto es lo mejor para Alba?

Ella suspiró y por primera vez vi tristeza en sus ojos.

—No lo sé, Carmen. Solo intento hacerlo lo mejor posible… Pero nadie me enseñó cómo ser madre.

Me quedé callada un momento antes de responder:

—A veces pienso que si no hubieras consentido tanto a tu hija… seguiríais juntos.

Lucía me miró con rabia y dolor mezclados.

—¿Y tú? ¿Nunca te equivocaste criando a Diego?

No supe qué decirle. Porque claro que me equivoqué muchas veces. Porque nadie tiene el manual perfecto para criar a un hijo.

Ahora veo a Alba crecer entre dos casas, dos mundos distintos: uno donde todo está permitido y otro donde hay normas y rutinas. La miro y me pregunto si algún día nos perdonará por haberla convertido en el campo de batalla de nuestras ideas.

A veces me despierto por las noches preguntándome: ¿Quién tiene razón? ¿Es peor consentir demasiado o exigir demasiado? ¿O quizá lo peor es no saber escucharnos unos a otros?

¿Y vosotros? ¿Qué pensáis? ¿Dónde está el equilibrio entre amor y límites? ¿Quién tiene realmente la culpa cuando una familia se rompe?