Siempre disponible: el precio invisible de ser abuela
—Mamá, ¿puedes venir a las cinco? Hoy tengo una reunión y no llego a tiempo para recoger a los niños del colegio—. La voz de Lucía, mi nuera, sonaba tan natural, tan segura de que yo diría que sí, que ni siquiera esperó mi respuesta antes de colgar. Me quedé mirando el teléfono, con el corazón encogido y las manos temblorosas. No era la primera vez. Ni la segunda. Ni la décima.
Recuerdo cuando nació Daniel, mi primer nieto. Lloré de emoción al verle por primera vez en el hospital de La Paz. Me sentí la mujer más afortunada del mundo. Mi hijo, Álvaro, me abrazó fuerte y me susurró: “Mamá, gracias por todo lo que has hecho por nosotros”. En ese momento pensé que la vida me regalaba una segunda oportunidad para disfrutar de la infancia, sin las prisas ni los agobios de cuando era madre joven.
Pero ahora, casi diez años después, siento que esa alegría se ha ido transformando en una carga invisible. Nadie me pregunta si tengo planes, si estoy cansada o si simplemente quiero estar sola. Se da por hecho que Carmen —yo— siempre está disponible. Que no tengo vida propia. Que mi tiempo no vale nada.
El otro día, mientras recogía a Daniel y a su hermana pequeña, Martina, en la puerta del colegio, escuché a otras madres hablar sobre sus vacaciones en la playa, sobre escapadas de fin de semana y cenas románticas. Yo solo pensaba en la lista de la compra y en cómo iba a encajar la merienda de los niños entre mis citas médicas y la visita semanal al cementerio para ver a mi difunto marido.
—Abuela, ¿me compras un helado? —me pidió Martina con esos ojos grandes y marrones que heredó de su abuelo.
—Claro, cariño —le respondí, aunque sabía que no llevaba suficiente dinero encima y tendría que apañarme para llegar a fin de mes.
A veces me pregunto si Lucía se da cuenta de todo lo que hago por ella y por los niños. Cuando llega a casa después del trabajo, apenas me dedica una sonrisa cansada antes de encerrarse en su despacho con el portátil. Álvaro tampoco dice mucho; está tan absorbido por su trabajo en el banco que parece vivir en otro mundo.
Una tarde, mientras preparaba la cena para los niños, escuché una conversación entre Lucía y una amiga suya por teléfono:
—No sé qué haría sin mi suegra. Es como tener una niñera gratis —dijo riendo.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Eso era para ella? ¿Una niñera gratis? ¿No era yo Carmen, la mujer que crió a su marido, la abuela que les lee cuentos y les cura las heridas?
Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces a mirar fotos antiguas: Álvaro con cinco años en el parque del Retiro; mi marido y yo bailando un pasodoble en las fiestas del pueblo; mi madre enseñándome a hacer croquetas en la cocina pequeña de nuestro piso en Vallecas. ¿En qué momento dejé de ser yo para convertirme solo en “la abuela”?
Un día decidí hablarlo con mi hermana Pilar. Nos vimos en una cafetería cerca de Atocha.
—Carmen, tienes que poner límites —me dijo mientras removía el café—. Si no lo haces tú, nadie lo hará por ti.
—¿Y si se enfadan? ¿Y si dejan de traerme a los niños? —le respondí con un nudo en la garganta.
—¿Y tú? ¿Cuándo piensas empezar a vivir para ti?
Las palabras de Pilar me rondaron la cabeza durante días. Pero cada vez que intentaba decirle algo a Lucía o a Álvaro, me faltaba el valor. Me sentía egoísta por pensar en mí misma.
Hasta que llegó el día en que mi cuerpo dijo basta. Una mañana me desperté con un dolor insoportable en la espalda. El médico fue claro: “Carmen, necesitas descansar. No puedes seguir así”.
Cuando se lo conté a Lucía, frunció el ceño:
—¿Y ahora qué hago yo? No puedo faltar al trabajo…
Me dolió más esa frase que el propio dolor físico.
Esa noche llamé a Álvaro y le pedí que viniera solo. Nos sentamos en el salón, rodeados de juguetes y dibujos infantiles.
—Hijo, necesito hablar contigo —le dije con voz temblorosa—. Os quiero mucho, pero ya no puedo seguir así. Estoy cansada. Necesito tiempo para mí.
Álvaro se quedó callado unos segundos. Luego bajó la cabeza y murmuró:
—Lo siento, mamá. No nos hemos dado cuenta…
No sé qué pasará ahora. Quizá Lucía se enfade conmigo. Quizá vea menos a mis nietos. Pero por primera vez en mucho tiempo siento que he recuperado un poco de mi dignidad.
¿De verdad las abuelas tenemos que sacrificarlo todo sin recibir ni un “gracias”? ¿Cuántas mujeres como yo hay en España sintiéndose invisibles? ¿No merecemos también vivir nuestra propia vida?