Siete noches en vela: Cuando mi marido se convirtió en un desconocido
—¿Por qué no contestas, Álvaro? —susurré al móvil por séptima vez esa noche, con la voz rota y los ojos ardiendo de cansancio. El silencio del salón era tan denso que podía oír el tictac del reloj de la cocina, marcando cada segundo de su ausencia. Lucía dormía en su habitación, abrazada a su peluche favorito, ajena a la tormenta que arrasaba mi pecho.
No sé en qué momento mi vida se volvió irreconocible. Hace apenas una semana, Álvaro y yo discutimos por una tontería: el dinero, como siempre. Él había perdido el trabajo hace dos meses y yo intentaba estirar mi sueldo de administrativa en la oficina del barrio. La tensión era constante, pero esa noche algo se rompió. Me gritó que no podía más, que necesitaba espacio. Salió dando un portazo y no volvió.
Desde entonces, siete noches sin dormir. Siete noches escuchando a mi madre decirme que los hombres son así, que necesitan huir para no enfrentarse a sus propios miedos. Pero yo conozco a Álvaro. O creía conocerlo. Nunca había desaparecido así, sin una llamada, sin preocuparse por Lucía.
La primera noche llamé a su madre, Pilar. Me contestó con voz seca:
—Está aquí, pero no quiere hablar con nadie. Déjale tiempo.
Colgué sintiéndome más sola que nunca. ¿Cómo podía dejarle tiempo cuando mi hija preguntaba cada mañana por su padre? ¿Cómo podía dormir si cada sombra en la casa me recordaba su ausencia?
El trabajo se volvió una tortura. Llegaba tarde, ojerosa, y mi jefe, don Ramón, me miraba con lástima pero sin decir nada. Mis compañeras cuchicheaban a mis espaldas:
—¿Habéis visto cómo está Marta? Dicen que su marido la ha dejado…
No podía soportarlo. Solo quería gritarles que no sabían nada, que nadie sabía lo que pasaba dentro de mi casa.
Una tarde, mientras recogía a Lucía del colegio, la vi salir corriendo hacia mí con los ojos llenos de lágrimas.
—Mamá, hoy papá no ha venido a buscarme…
Me arrodillé para abrazarla y sentí cómo se me partía el alma. ¿Cómo explicarle a una niña de seis años que su padre se ha ido porque no puede soportar la presión? ¿O es que hay otra razón? ¿Otra mujer? La duda me devoraba por dentro.
Esa noche, después de acostar a Lucía, llamé a mi madre.
—Mamá, no puedo más. ¿Y si no vuelve? ¿Y si todo esto es culpa mía?
Ella suspiró al otro lado del teléfono:
—Hija, los hombres son cobardes cuando se sienten derrotados. Dale tiempo. Seguro que vuelve.
Pero yo ya no estaba segura de nada. Empecé a revisar mensajes antiguos de Álvaro en el móvil, buscando pistas. Encontré conversaciones con su amigo Sergio sobre entrevistas de trabajo fallidas y noches sin dormir. Pero también vi mensajes con una tal Beatriz, una compañera del antiguo trabajo. Nada comprometedor… pero tampoco inocente.
La paranoia me mantenía despierta. Cada vez que sonaba el móvil saltaba de la cama con el corazón en la boca. Pero nunca era él.
El séptimo día decidí ir a casa de sus padres. Pilar me abrió la puerta con cara de pocos amigos.
—Álvaro está descansando. No quiere verte.
—Solo quiero hablar —le rogué—. Necesito saber si piensa volver…
Pilar me miró con dureza:
—Mi hijo está roto, Marta. No le presiones más.
Me marché sintiéndome derrotada y humillada. Al volver a casa encontré a Lucía dibujando en el salón.
—Mira, mamá —me dijo enseñándome un dibujo—: Es papá volviendo a casa.
No pude evitar llorar delante de ella. Me senté a su lado y la abracé fuerte.
Esa noche, mientras intentaba dormir, recordé las palabras de mi madre: “Los hombres son cobardes cuando se sienten derrotados”. Pero ¿y si no era solo cobardía? ¿Y si había algo más profundo? ¿Una depresión? ¿Un secreto?
Al día siguiente recibí un mensaje de Álvaro: “Necesito tiempo. No sé si puedo volver”.
Sentí un frío recorrerme el cuerpo. Todo lo que había temido se hacía realidad: quizás nunca volvería a ser la familia que éramos.
Ahora escribo estas líneas mientras Lucía duerme y el silencio llena la casa. Me pregunto si alguna vez podré perdonar a Álvaro por habernos dejado así, o si podré perdonarme a mí misma por no haber visto las señales antes.
¿De verdad es posible reconstruir una familia después de algo así? ¿O solo nos queda aprender a vivir con las grietas?