Sin cuna, sin pañales: El regreso a casa en medio del caos

—¿Dónde están los pañales, Diego? —grité desde el pasillo, con la pequeña Lucía llorando en mis brazos, su carita roja y arrugada por el esfuerzo. El eco de mi voz rebotó en las paredes desnudas del piso, y por un instante, el silencio fue más ensordecedor que el llanto de mi hija.

Diego apareció en la puerta del salón, ojeroso, con la camisa arrugada y el móvil aún pegado a la oreja. Hizo un gesto de espera, como si pudiera pausar el hambre de nuestra hija o mi desesperación. Bajó el teléfono y murmuró:

—Lo siento, cariño. Hoy ha sido imposible salir antes del trabajo. El jefe me ha tenido hasta las tantas con ese informe…

No escuché el resto. Sentí cómo una ola de rabia y tristeza me recorría el cuerpo. Había pasado tres días en el hospital tras una cesárea complicada, soñando con volver a casa y encontrarlo todo listo: la cuna montada junto a nuestra cama, los pañales apilados en el cambiador, la ropita limpia y doblada. Pero nada estaba preparado. Ni siquiera había sábanas limpias para la cuna que aún seguía desmontada en su caja.

Me senté en el sofá, con Lucía aún llorando. Miré alrededor: platos sucios en la mesa, ropa amontonada en una esquina, bolsas del supermercado sin guardar. El olor a cerrado me revolvió el estómago. Sentí que volvía a estar sola, como cuando era niña y mi madre se encerraba en su habitación para no oír mis preguntas.

—¿No podías haber llamado a tu madre? —preguntó Diego, intentando sonar conciliador.

—¿Y tú? ¿No podías haber hecho lo que te pedí? —le respondí, la voz quebrada.

Él bajó la mirada. Por un momento pensé que iba a disculparse de verdad, pero solo murmuró algo sobre el estrés y la presión en la oficina. Me levanté bruscamente, sintiendo que si no hacía algo me iba a romper por dentro.

Fui al baño y me miré al espejo. Tenía los ojos hinchados y el pelo pegado a la frente por el sudor. Lucía seguía llorando. La apoyé con cuidado sobre una toalla en el suelo y busqué entre las bolsas hasta encontrar un paquete de toallitas húmedas y un body limpio. Improvisé un cambiador sobre la mesa del comedor.

Mientras cambiaba a Lucía, recordé las palabras de mi abuela: “En esta vida nadie te va a regalar nada, hija. Si quieres algo, tendrás que pelearlo”. Sentí una punzada de orgullo y otra de tristeza. ¿Era esto lo que había elegido? ¿Un matrimonio donde todo recaía sobre mis hombros?

La noche cayó sobre Madrid como una losa. Diego se encerró en el despacho con su portátil y yo me quedé sola en el salón, acunando a Lucía mientras veía cómo las luces de los coches se deslizaban por la ventana. Lloré en silencio, sin fuerzas para gritar ni para pedir ayuda.

A medianoche, Diego salió del despacho. Me encontró sentada en el suelo, rodeada de pañales improvisados con toallas viejas.

—Mañana lo arreglo todo —prometió—. Te lo juro.

No respondí. Sabía que sus promesas eran como las hojas secas: crujen al pisarlas pero no sirven para abrigar nada.

A las tres de la mañana, Lucía volvió a llorar. Me levanté tambaleándome y fui a la cocina a calentar un biberón. Al volver al salón, vi a Diego dormido en el sofá, con la tele encendida y una cerveza vacía en la mano. Sentí una mezcla de lástima y rabia. ¿Cómo habíamos llegado hasta aquí?

Me senté junto a él y le toqué el hombro.

—Diego, necesito que estés conmigo —susurré—. No puedo hacerlo sola.

Él abrió los ojos medio dormido y asintió sin convicción.

—Mañana… —balbuceó antes de volver a dormirse.

Esa noche no dormí nada. Paseé por el piso con Lucía en brazos, cantándole bajito para que no se asustara del mundo al que acababa de llegar. Pensé en llamar a mi hermana Marta, pero era demasiado tarde y no quería preocuparla. Pensé en mi madre, pero hacía años que no hablábamos más que lo justo.

Al amanecer, decidí salir a la calle. Bajé las escaleras con Lucía envuelta en una manta y caminé hasta la farmacia de guardia. Compré pañales, crema para el culito y un chupete nuevo. La farmacéutica me miró con compasión.

—¿Primera vez? —preguntó sonriendo.

Asentí sin poder evitar las lágrimas.

—Ánimo —me dijo—. Todas hemos pasado por ahí.

Volví a casa sintiéndome un poco menos sola. Cuando entré, Diego seguía dormido. Preparé café y desayuné mirando cómo Lucía dormía tranquila por fin.

A media mañana llamé a Marta.

—¿Qué tal va todo? —preguntó ella al instante.

No pude evitarlo: rompí a llorar.

—Ven cuando puedas —me dijo—. No tienes que hacerlo sola.

Colgué sintiéndome más ligera. Quizá no tenía todo bajo control, pero tenía fuerzas para pedir ayuda.

Cuando Diego se levantó por fin, le miré directamente a los ojos.

—Esto no puede seguir así —le dije—. O estamos juntos en esto o cada uno sigue su camino.

Él se quedó callado un momento largo antes de asentir lentamente.

—Tienes razón —admitió—. No he estado a la altura… Pero quiero intentarlo contigo.

No sé si le creí del todo, pero esa mañana sentí que algo había cambiado dentro de mí. Ya no era solo madre o esposa: era alguien capaz de enfrentarse al caos y sobrevivir.

Ahora escribo esto mientras Lucía duerme sobre mi pecho y Diego monta por fin la cuna en silencio. No sé qué nos deparará el futuro ni si nuestro matrimonio resistirá este terremoto, pero sí sé que ya no tengo miedo de estar sola ni de pedir ayuda cuando lo necesito.

¿Hasta dónde somos capaces de llegar cuando nos enfrentamos al caos? ¿Cuántas veces más tendré que reinventarme para salir adelante? ¿Y vosotros… habéis sentido alguna vez que todo se desmorona justo cuando más necesitáis apoyo?