Sombras en el pasillo: El día que dejé a mi madre en la residencia

—¿De verdad vas a dejarme aquí, hijo? —La voz de mi madre, temblorosa, resonó en el pasillo frío de la residencia. Sus ojos, grandes y húmedos, buscaban los míos con una mezcla de súplica y resignación. Me quedé paralizado, con las llaves del coche apretadas en el puño y el corazón hecho trizas.

No era la primera vez que discutíamos sobre este tema. Desde que papá murió, hace ya tres años, la casa se había llenado de un silencio espeso y de rutinas que yo no podía sostener. Mi hermana Lucía vive en Valencia y apenas llama; mi hermano Álvaro tiene su propio infierno con el paro y los niños pequeños. Así que todo recaía sobre mí: las visitas al médico, las noches en vela cuando mamá se desorientaba, los gritos cuando no reconocía su propia habitación.

—Mamá, por favor… —intenté decir algo, pero la voz se me quebró. La auxiliar, Carmen, nos miraba desde la puerta con una sonrisa forzada. El reloj de la pared marcaba las once y media; fuera llovía con esa tristeza tan madrileña de noviembre.

—No quiero quedarme aquí. ¿Por qué no puedo volver a casa contigo? —insistió ella, aferrándose a mi abrigo como una niña pequeña.

Sentí una punzada de rabia contra el mundo, contra mis hermanos ausentes, contra mi propia cobardía. ¿Cómo se supone que uno debe elegir entre su vida y su madre? ¿Dónde está el manual para esto?

La residencia era limpia, luminosa, con cuadros de paisajes de Castilla colgados en las paredes y olor a lejía y colonia barata. Pero yo solo veía las sombras: ancianos sentados en sillas de ruedas mirando la tele sin verla, una mujer murmurando nombres al vacío, un hombre que lloraba en silencio junto a la ventana.

—Mamá… Ya no puedo más —susurré al fin—. No puedo dejar el trabajo, no puedo estar contigo todo el día. Aquí vas a estar bien cuidada. Carmen es muy amable, y hay actividades…

Ella soltó mi abrigo y se quedó quieta. Me miró como si yo fuera un extraño. En ese momento sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre.

—¿Y si me olvidas? —preguntó bajito.

Me arrodillé frente a ella y le cogí las manos. Estaban frías y arrugadas, pero aún recordaban cómo acariciarme cuando era pequeño.

—Nunca te voy a olvidar, mamá. Te lo prometo.

Pero ni yo mismo me creí esa promesa.

La primera noche sin ella en casa fue un infierno. Cada rincón me recordaba su presencia: la taza de café sin terminar en la cocina, su bata colgada tras la puerta del baño, el eco de sus pasos arrastrados por el pasillo. Intenté llamar a Lucía, pero no contestó. Álvaro me mandó un mensaje: «Ánimo, hermano. Has hecho lo correcto». Pero ¿qué sabían ellos?

Los días siguientes fueron una sucesión de rutinas vacías: trabajo, supermercado, visitas rápidas a la residencia. Cada vez que entraba, mamá parecía más pequeña, más lejana. A veces me recibía con una sonrisa forzada; otras veces ni siquiera me reconocía.

—¿Eres tú, Miguel? —me preguntó una tarde mientras jugaban al bingo.

—Sí, mamá. Soy yo.

—¿Por qué no viene tu padre?

Me tragué las lágrimas y le acaricié el pelo. Carmen me miró con compasión desde la puerta.

En Navidad llevé turrón y villancicos grabados en el móvil. Mamá apenas probó bocado. Miraba por la ventana como si esperara ver aparecer a papá o a sus nietos. Lucía envió una postal desde Valencia; Álvaro ni siquiera llamó.

Una tarde de enero recibí una llamada urgente de la residencia: mamá había tenido una caída. Corrí como un loco por la M-30 bajo la lluvia helada. Cuando llegué, estaba en la cama con una venda en la frente y los ojos perdidos en el techo.

—No te preocupes —me dijo Carmen—. Solo ha sido un susto.

Pero yo vi en sus ojos que era algo más: era el principio del final.

Durante semanas me debatí entre la culpa y el agotamiento. Empecé a soñar con ella cada noche: a veces era joven y fuerte; otras veces me reprochaba entre sollozos haberla abandonado. En el trabajo ya no rendía igual; mis amigos dejaron de invitarme a salir porque siempre tenía una excusa para no ir.

Un domingo por la tarde encontré a mamá sentada sola en el jardín de la residencia. Hacía frío y llevaba el abrigo mal abrochado.

—¿Por qué me has traído aquí? —me preguntó sin mirarme.

No supe qué contestar. Me senté a su lado y le cogí la mano.

—Porque te quiero —dije al fin—. Porque no sé hacerlo mejor.

Ella suspiró y apoyó la cabeza en mi hombro como cuando era niño.

Ahora escribo esto desde mi habitación vacía, mientras escucho la lluvia golpear los cristales. Me pregunto si algún día podré perdonarme por haber elegido lo más fácil para mí o lo mejor para ella. ¿Cuántos hijos en España viven este mismo dilema cada día? ¿Es posible amar tanto a alguien y aun así hacerle daño?