Sombras en la casa junto al mar

—¡Karla, ven rápido! —gritó la voz de doña Lupita desde la cocina, mientras yo intentaba relajarme en el sillón, mirando cómo la brisa agitaba las cortinas. El aroma del caldo de camarón llenaba la casa, mezclándose con el salitre que entraba por las ventanas abiertas. Era una noche tranquila en el pueblo de Boca del Río, pero algo en el tono de mi suegra me puso nerviosa.

Me levanté y fui a la cocina. Doña Lupita tenía el teléfono en la mano, los nudillos blancos de tanto apretar.

—¿Qué pasa, suegra? —pregunté, intentando sonar calmada.

—Es doña Chayo, la vecina. Dice que alguien llegó a su casa y está muy alterada. Que vayas, que solo confía en ti —me dijo, pasándome el teléfono.

La voz de doña Chayo temblaba al otro lado de la línea:

—Karla, por favor, ven ya. Hay alguien afuera… creo que es él…

No pregunté más. Tomé mi suéter y salí corriendo, dejando a mi suegra rezando en voz baja. El viento era frío y las calles estaban desiertas, solo se escuchaba el rumor del mar y algún perro ladrando a lo lejos. Al llegar a la casa de doña Chayo, vi una silueta junto a la puerta. Mi corazón latía tan fuerte que sentí que se me iba a salir del pecho.

—¿Quién está ahí? —grité, tratando de sonar más valiente de lo que me sentía.

La figura se giró lentamente. Era un hombre alto, con la cara oculta bajo una gorra. Doña Chayo abrió la puerta apenas unos centímetros.

—¡Es él! ¡Es mi hijo! —lloró ella, y se lanzó a abrazarlo.

Me quedé paralizada. Recordaba bien la historia: su hijo, Julián, había desaparecido hacía cinco años después de meterse en problemas con unos narcos locales. Todos pensaban que estaba muerto o que nunca volvería. Pero ahí estaba, flaco, ojeroso, con los ojos llenos de miedo.

—¿Por qué volviste? —le pregunté en voz baja cuando entramos los tres a la casa.

Julián me miró como si no supiera si confiar en mí.

—No tenía a dónde más ir —susurró—. Me están buscando…

Doña Chayo sollozaba mientras le preparaba algo de comer. Yo me senté frente a Julián y lo observé. Había algo roto en él, algo que no estaba antes.

—¿Y si te encuentran aquí? —le dije—. ¿Sabes lo que eso significa para tu mamá… para todos?

Él bajó la mirada. Afuera, el viento golpeaba las ventanas con fuerza.

—No quiero meterlos en problemas —dijo—. Pero no puedo seguir huyendo…

Esa noche no dormí. Regresé a casa de doña Lupita y le conté lo sucedido. Ella se persignó y me miró con preocupación.

—Ese muchacho trae la muerte pegada —murmuró—. No deberías meterte…

Pero yo no podía dejar de pensar en doña Chayo y su hijo. En cómo el miedo puede destrozar una familia, en cómo los secretos nunca se quedan enterrados para siempre.

Los días siguientes fueron un infierno. El rumor corrió por el pueblo como pólvora: Julián había vuelto. Algunos vecinos cruzaban la calle para no pasar frente a la casa de doña Chayo; otros murmuraban que era cuestión de tiempo para que los narcos vinieran a buscarlo.

Una tarde, mientras ayudaba a mi suegra a limpiar pescado en el patio, escuchamos un coche detenerse frente a la casa de doña Chayo. Nos asomamos por entre las cortinas: dos hombres bajaron del auto y tocaron la puerta con fuerza.

—¡Julián! ¡Sabemos que estás ahí! —gritó uno de ellos.

El corazón se me detuvo. Doña Lupita me agarró del brazo.

—No te metas, Karla —me susurró—. No es tu familia…

Pero yo sentía que sí lo era. En los pueblos pequeños todos somos familia cuando llega el peligro.

Corrí hacia la casa de doña Chayo sin pensarlo dos veces. Los hombres ya habían entrado y gritaban amenazas. Empujé la puerta y vi a Julián encogido en una esquina, doña Chayo suplicando de rodillas.

—¡Déjenlo! —grité—. ¡Aquí no hay nada para ustedes!

Uno de los hombres me miró con desprecio.

—Tú no te metas, muchacha —escupió—. Esto no es asunto tuyo.

Pero yo no podía quedarme callada. Saqué el celular y amenacé con llamar a la policía. Los hombres dudaron un momento; sabían que en Boca del Río nadie confiaba mucho en los policías, pero tampoco querían problemas con toda la comunidad mirando desde las ventanas.

Finalmente se fueron, lanzando amenazas al aire. Cerramos la puerta y doña Chayo se desmoronó en mis brazos.

Esa noche nos quedamos las tres juntas: doña Chayo, Julián y yo. Hablamos hasta el amanecer sobre el miedo, sobre lo que significa perderlo todo y aún así seguir luchando por los que amas.

Al día siguiente, Julián decidió entregarse a las autoridades. Sabía que era su única oportunidad para sobrevivir y proteger a su madre. Lo acompañé hasta la comandancia del pueblo; sus manos temblaban mientras firmaba los papeles.

Doña Chayo lloró durante días, pero también respiró aliviada por primera vez en años. El pueblo volvió poco a poco a su rutina: los pescadores saliendo al amanecer, las mujeres vendiendo pan dulce en las esquinas, los niños jugando descalzos en la playa.

Yo regresé a casa de doña Lupita con el corazón lleno de preguntas sin respuesta. ¿Hasta dónde somos capaces de llegar por proteger a quienes amamos? ¿Cuántos secretos pueden soportar las paredes de una casa antes de venirse abajo?

A veces me pregunto si hice lo correcto al intervenir esa noche o si solo puse en peligro a todos los que quiero. Pero también sé que hay momentos en los que no podemos quedarnos callados ni mirar hacia otro lado.

¿Ustedes qué hubieran hecho? ¿Vale más la seguridad propia o la solidaridad con quienes sufren cerca de nosotros?