Todo por mi hijo: el precio de una madre
—¿Dónde está el dinero, Sergio? —mi voz temblaba, pero no de miedo, sino de una rabia que me quemaba por dentro.
Él no me miraba. Sentado en el borde del sofá, con la cabeza hundida entre las manos, sólo murmuró:
—Mamá, lo siento… No sé cómo ha pasado.
No sé cómo ha pasado. Esas palabras retumbaban en mi cabeza mientras observaba las paredes desnudas de este piso de alquiler en Vallecas, tan distinto a la casa que vendí hace apenas seis meses. Mi casa. La casa donde Sergio dio sus primeros pasos, donde celebramos los cumpleaños con tarta de chocolate y globos de colores. Todo eso lo entregué por él. Por salvarle.
Pero ahora, en este salón frío y ajeno, sólo quedábamos él y yo. Y una verdad que me desgarraba: Sergio había perdido todo el dinero en las apuestas.
Recuerdo perfectamente el día que tomé la decisión. Mi hijo llegó a casa con la cara desencajada y los ojos rojos. Había recibido amenazas. «Mamá, me van a hacer daño si no pago», me dijo entre sollozos. No dudé ni un segundo. Fui al notario y vendí la casa por menos de lo que valía. Pensé que así acabaría todo. Que mi sacrificio sería suficiente.
Pero el monstruo del juego es insaciable.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Sergio prometía cambiar, buscar trabajo, empezar de cero. Yo le creía porque era mi hijo y porque no sabía hacer otra cosa que creerle. Pero cada vez que salía por la puerta, sentía un nudo en el estómago. Y cada vez que volvía tarde, con la mirada perdida y las manos vacías, ese nudo se convertía en una soga.
Una noche, mientras fregaba los platos, escuché su móvil vibrar sin parar. No pude evitarlo: lo cogí y leí los mensajes. «¿Dónde está mi dinero?», «No juegues conmigo, Sergio». Sentí un escalofrío. No sólo había perdido el dinero de la casa; ahora debía aún más.
—¿Por qué, Sergio? ¿Por qué me haces esto? —le grité una madrugada, cuando volvió borracho y derrotado.
—No puedo parar, mamá… No puedo —me respondió entre lágrimas.
Me sentí tan impotente como nunca antes en mi vida. Yo, que siempre había sido fuerte, que había sacado adelante a mi hijo sola desde que su padre nos dejó por otra mujer en Salamanca. Yo, que trabajé limpiando casas ajenas para darle a Sergio lo que necesitaba. Ahora no podía salvarle.
Empecé a evitar a mis amigas del barrio. No soportaba sus miradas de lástima ni sus consejos bienintencionados: «Tienes que ponerle límites», «No puedes seguir así». ¿Cómo se pone límites al amor de una madre?
Una tarde de domingo, mientras llovía y la televisión escupía imágenes de políticos discutiendo en el Congreso, Sergio se encerró en su cuarto y no salió en horas. Al principio pensé que dormía la resaca, pero cuando entré le encontré sentado en el suelo, rodeado de papeles arrugados y tickets de apuestas deportivas.
—Mamá, necesito ayuda —me dijo con una voz tan débil que apenas le reconocí.
Lloré con él. Lloré por todo lo perdido: la casa, la confianza, los años de sacrificio. Pero también lloré porque por fin veía una grieta en esa coraza de adicción.
Llamamos juntos al teléfono de ayuda para ludópatas. Las primeras sesiones fueron duras; Sergio se negaba a hablar y yo sentía que me juzgaban por haberle protegido tanto tiempo. Pero poco a poco empezó a abrirse. A veces salíamos del centro y nos sentábamos en un banco del parque para hablar de cualquier cosa menos del juego: del Atleti, de los veranos en Benidorm cuando era niño, de cómo le gustaban las croquetas de mi madre.
Pero el camino era largo y lleno de recaídas. Una noche desapareció durante dos días; volvió ojeroso y sin dinero. Quise gritarle, echarle de casa, pero no pude. Sólo le abracé y le dije: «No te rindas».
Mi hermana Carmen dejó de hablarme durante meses. «Le estás consintiendo demasiado», me reprochó en una comida familiar en Toledo. «Te va a arrastrar con él». Quizá tenía razón, pero ¿cómo se abandona a un hijo?
El tiempo pasó y aprendí a vivir con menos: menos espacio, menos certezas, menos orgullo. Pero también aprendí a vivir con más: más paciencia, más humildad, más esperanza.
Hoy Sergio lleva tres meses sin jugar. Trabaja en una tienda de deportes y ha empezado a devolverme poco a poco algo de dinero. No es mucho, pero cada billete que deja sobre la mesa es una promesa cumplida.
A veces me pregunto si hice bien en venderlo todo por él. Si el amor de madre tiene límites o si sólo nos destruye lentamente mientras intentamos salvar a quienes amamos.
¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde llegaríais por un hijo? Porque yo… yo aún no sé si he hecho lo correcto.