Traición en la Gran Vía: La herencia que rompió mi familia
—¡No tienes vergüenza, Elena! —gritó Lucía, con los ojos llenos de lágrimas y rabia, mientras apretaba el sobre con el testamento entre los dedos—. ¡Siempre has querido quedártelo todo!
La cocina olía a café frío y a resentimiento. Yo, sentada frente a ella, sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies. No era la primera vez que discutíamos, pero nunca habíamos llegado tan lejos. El piso de nuestros padres, ese refugio en la Gran Vía donde crecimos entre risas y peleas, se había convertido en el campo de batalla de nuestra propia guerra civil.
Todo empezó el día que mamá murió. Papá ya no estaba desde hacía años, y nosotras nos quedamos solas, con una herida abierta y una casa llena de recuerdos. Al principio, creímos que podríamos apoyarnos mutuamente. Pero cuando el notario leyó el testamento y supimos que la casa sería para las dos, algo cambió en Lucía. Empezó a evitarme, a hablarme solo lo justo, a mirar las paredes como si ya no le pertenecieran.
—No es justo —me dijo una noche, mientras recogíamos la ropa de mamá—. Tú siempre has vivido aquí, yo me fui porque no aguantaba más.
—Pero Lucía, tú también tienes derecho. Podemos venderla y repartirlo, o quedárnosla juntas…
—¿Juntas? —se rió amargamente—. ¿Tú crees que después de todo lo que pasó podemos vivir juntas?
No supe qué responder. Había cosas que nunca nos dijimos: los celos, las comparaciones, las heridas viejas que nunca cicatrizaron. Mamá siempre decía que éramos como el agua y el aceite. Yo era la responsable, la que se quedó a cuidar; ella, la rebelde que huyó a Barcelona buscando libertad.
Los días pasaron y la tensión creció. Los vecinos empezaron a notar las discusiones. Un día, doña Carmen me paró en el portal:
—Hija, ¿qué os pasa? Antes siempre estabais juntas…
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que una casa podía destruir una familia?
La gota que colmó el vaso llegó cuando encontré a Lucía revisando los papeles del banco. Había ido a ver al abogado sin decirme nada.
—¿Por qué no me lo dijiste? —le pregunté, temblando de rabia.
—Porque no confío en ti —me espetó—. Siempre has hecho lo que te ha dado la gana con todo.
Esa noche dormí en casa de mi amiga Marta. Lloré hasta quedarme sin fuerzas. ¿En qué momento mi hermana se convirtió en mi enemiga?
Las semanas siguientes fueron un infierno. Lucía me acusó de manipular a mamá para quedarme con la casa. Yo le recordé todas las veces que me dejó sola cuidando a papá cuando enfermó. Nos gritamos cosas horribles, palabras que aún hoy me duelen como cuchillos.
El abogado nos citó para intentar llegar a un acuerdo. La sala olía a papel viejo y desesperación.
—Señoras, por favor —dijo don Enrique—. Esto no es solo una cuestión legal, es su familia.
Pero ya era tarde. Lucía quería vender cuanto antes y marcharse lejos; yo no podía soportar la idea de perder el único lugar donde aún sentía a mis padres cerca.
Al final, vendimos el piso. El día que firmamos ante notario, Lucía ni siquiera me miró a los ojos. Salió corriendo del edificio y no volví a saber de ella durante meses.
Me quedé sola en un piso alquilado, rodeada de cajas con fotos y cartas antiguas. A veces abro una y veo nuestras caras sonrientes en la playa de Benidorm o en las Navidades con mamá haciendo croquetas. Me pregunto si algún día podré perdonarla… o perdonarme a mí misma por no haber sabido cuidar mejor de lo único que realmente importaba.
Hoy, años después, sigo caminando por la Gran Vía y miro hacia arriba buscando las ventanas de nuestro antiguo piso. Me pregunto si alguien allí dentro siente el peso de una historia rota por el dinero y el orgullo.
¿De verdad merecía la pena perderlo todo por una herencia? ¿Cuántas familias más se rompen cada día por lo mismo? ¿Y vosotros… habéis vivido algo parecido alguna vez?