Treinta años criando hijos: ¿Dónde están ahora que los necesito?

—¿De verdad vas a dejarme aquí sola otra vez, Lucía? —le pregunté a mi hija mayor, con la voz temblorosa, mientras ella recogía su bolso del perchero de la entrada.

—Mamá, tengo que irme. Los niños tienen extraescolares y Pedro no puede recogerlos hoy —me respondió sin mirarme a los ojos. Sentí cómo el silencio se hacía más denso entre nosotras, como si la casa misma se encogiera de tristeza.

Treinta años atrás, esta misma casa rebosaba de risas y carreras. Cinco hijos: Lucía, Carmen, Álvaro, Sergio y Tomás. Mi marido, Antonio, y yo apenas teníamos tiempo para nosotros mismos. Recuerdo las noches en vela con fiebre, los bocadillos de nocilla para merendar, los uniformes planchados a última hora… Y ahora, sólo queda el eco de sus voces en los pasillos.

Antonio murió hace cinco años. Desde entonces, la soledad se ha instalado en mi vida como una vieja amiga indeseada. Al principio pensé que mis hijos vendrían más a menudo, que entenderían mi fragilidad y el vacío que dejó su padre. Pero la vida moderna es rápida y exigente; eso me repiten cada vez que intento pedirles ayuda.

—Mamá, entiéndelo, tengo mucho trabajo —me dice Álvaro por teléfono, siempre apurado—. Si necesitas algo urgente, llama a Carmen.

Pero Carmen y yo apenas nos hablamos desde aquella discusión por la herencia de la abuela. Ella sintió que yo favorecí a Lucía y desde entonces sólo recibo mensajes fríos en Navidad o mi cumpleaños.

Sergio vive en Valencia y Tomás en Madrid. Ambos tienen sus propios problemas: hipotecas, divorcios, hijos adolescentes que no les hablan. Cuando les llamo, noto su incomodidad al otro lado del teléfono.

—Mamá, no puedo ir este fin de semana. Quizá el mes que viene —me dice Sergio con voz cansada.

A veces me pregunto si hice algo mal. ¿Fui demasiado dura? ¿Demasiado blanda? ¿Les di tanto que ahora creen que no necesito nada? Recuerdo cómo me desvivía por ellos: los disfraces de carnaval cosidos a mano, las excursiones al campo los domingos, las meriendas improvisadas cuando no llegaba el dinero a fin de mes.

El otro día fui al centro de salud sola. Me costó subir las escaleras y sentí una punzada de miedo: ¿y si me pasa algo grave? ¿Quién vendrá a buscarme? La vecina del quinto, Rosario, me ayuda cuando puede, pero tiene su propia familia. Me da vergüenza pedirle más.

Una tarde de lluvia, mientras miraba por la ventana el parque vacío donde antes jugaban mis hijos, llamé a Lucía otra vez.

—¿Puedes venir este fin de semana? Me gustaría que comiéramos juntas —le pedí casi suplicando.

—No sé si podré, mamá. Tengo mucho lío con los niños y Pedro está de viaje —me respondió con ese tono neutro que tanto me duele.

Colgué el teléfono y sentí una rabia sorda mezclada con tristeza. ¿Por qué cuesta tanto devolver un poco del cariño recibido? ¿Por qué la familia se convierte en una carga cuando los padres envejecen?

Recuerdo una conversación con Antonio poco antes de morir:

—No te preocupes, Pilar —me dijo—. Nuestros hijos nos querrán siempre.

Pero el amor no siempre se traduce en presencia ni en cuidados. A veces es sólo un recuerdo lejano o una obligación incómoda.

La última Navidad fue especialmente dura. Preparé la mesa para todos como siempre: mantel blanco, vajilla buena, turrón y polvorones. Pero sólo vinieron Carmen y sus hijos durante una hora escasa. Los demás llamaron por videollamada desde sus casas. Me esforcé por sonreír ante la pantalla del móvil mientras sentía el corazón encogido.

En el pueblo todos saben que estoy sola. Algunas vecinas murmuran:

—Con lo buena madre que fue Pilar…

Pero otras dicen:

—Hoy en día los hijos tienen su vida. No se puede esperar más.

A veces pienso en vender la casa e irme a una residencia, pero me aterra perder lo poco que me queda: los recuerdos de mi familia bajo este techo.

Una tarde cualquiera, mientras doblaba ropa en silencio, recibí un mensaje de Tomás:

“Mamá, ¿puedes cuidar a los niños este puente?”

Sentí una mezcla de alegría y decepción. Me necesitan sólo cuando les conviene. Pero acepté sin dudarlo; cualquier excusa es buena para ver a mis nietos.

Cuando llegaron, la casa volvió a llenarse de risas por unas horas. Les preparé chocolate caliente y les conté historias de cuando su padre era pequeño. Al marcharse, me abrazaron rápido y salieron corriendo hacia el coche de Tomás.

Me quedé en la puerta viendo cómo se alejaban bajo la lluvia fina de noviembre. Cerré despacio y apoyé la frente contra la madera fría.

¿Es esto lo que nos espera a todos los padres? ¿Criar con amor para acabar olvidados? ¿O quizá soy yo quien debe aprender a dejar ir?

¿Vosotros qué pensáis? ¿Es justo esperar que nuestros hijos nos cuiden como nosotros hicimos con ellos? ¿O debemos aceptar que cada generación vive su propia vida?