Treinta años y un adiós: Cuando la vida se parte en dos

—¿Te has vuelto loca, Fernando? —grité, con la voz quebrada, mientras el cuchillo temblaba en mi mano sobre la encimera. El olor a pepino fresco se mezclaba con el sudor frío que me recorría la espalda. Él ni siquiera me miró. Se limitó a dejar las llaves sobre la mesa, como si fuera un día cualquiera, como si no estuviera a punto de destruir mi mundo.

—Me voy a Valencia. Con Marta —dijo, tan tranquilo, como si me estuviera informando de que iba a comprar el pan. Treinta años juntos. Tres hijos. Una hipoteca que aún no habíamos terminado de pagar. Y él, con esa calma que solo tienen los cobardes, me soltaba la noticia como quien lee el parte meteorológico.

No recuerdo si lloré en ese momento. Creo que no. Me quedé paralizada, como si el tiempo se hubiera detenido en esa cocina de nuestro piso en Chamberí. Los azulejos blancos, el reloj que marcaba las ocho y cuarto, el sonido lejano del televisor en el salón donde Lucía, nuestra hija pequeña, veía una serie sin saber que su familia acababa de romperse para siempre.

—¿Y los niños? ¿Y yo? —pregunté, sintiéndome ridícula al instante. ¿Qué importaba ya?

Fernando suspiró. —Los niños ya son mayores, Carmen. Y tú… tú eres fuerte. Lo siento.

Lo siento. Dos palabras que no significan nada cuando te acaban de arrancar el corazón.

Esa noche dormí sola por primera vez en treinta años. Bueno, dormir es un decir. Me tumbé en la cama, abrazando su almohada, buscando su olor, su calor… y solo encontré vacío. El silencio era tan denso que me dolían los oídos. Cada rincón de la casa me gritaba su ausencia: su taza favorita en el fregadero, su bata colgada detrás de la puerta del baño, las zapatillas gastadas junto a la cama.

Al día siguiente, Lucía entró en la cocina y me encontró sentada frente a una taza de café frío.

—¿Dónde está papá? —preguntó, con esa mezcla de miedo y esperanza que tienen los hijos cuando intuyen la verdad pero no quieren aceptarla.

No supe qué decirle. Solo la abracé y lloramos juntas durante horas.

Los días siguientes fueron una sucesión de llamadas incómodas, visitas de familiares y amigos que no sabían qué decirme. Mi hermana Pilar vino desde Salamanca para estar conmigo. Se instaló en el sofá y se dedicó a preparar comidas que nadie tenía ganas de comer.

—Carmen, tienes que salir de casa —me insistía—. No puedes dejarte hundir por ese desgraciado.

Pero yo no quería salir. No quería enfrentarme al mundo sin Fernando. ¿Cómo se sigue adelante cuando todo lo que conocías ha desaparecido?

Las noches eran lo peor. Me sentaba en el balcón, mirando las luces de Madrid, preguntándome en qué momento empezó a irse todo al traste. ¿Fue cuando los niños se hicieron mayores y dejamos de hablarnos como antes? ¿O cuando Fernando empezó a quedarse más horas en la oficina? ¿O quizá fue culpa mía por no darme cuenta de que ya no éramos los mismos?

Un día recibí una carta de Fernando desde Valencia. Decía que lo sentía mucho, que necesitaba empezar una nueva vida, que esperaba que algún día pudiera perdonarle. Ni una palabra sobre Marta. Ni una sola línea sobre nuestros hijos.

La rabia empezó a sustituir a la tristeza. ¿Por qué tenía yo que ser la fuerte? ¿Por qué siempre somos las mujeres las que recogemos los pedazos?

Empecé a salir a caminar por el Retiro. Al principio solo para escapar del encierro, pero poco a poco fui encontrando consuelo en el murmullo de los árboles y el bullicio lejano de la ciudad. Un día me crucé con Teresa, una antigua compañera del instituto. Nos sentamos en una terraza y le conté mi historia entre lágrimas y risas amargas.

—Carmen, tienes derecho a ser feliz —me dijo—. No eres menos mujer por estar sola.

Sus palabras me hicieron pensar. ¿Y si tenía razón? ¿Y si aún podía reconstruir mi vida?

Empecé a apuntarme a talleres de pintura en el centro cultural del barrio. Allí conocí a gente maravillosa: Ana, una viuda luchadora; Rosario, divorciada tras veinte años de matrimonio; incluso un hombre encantador llamado Manuel, que me invitó a tomar un café después de clase.

Poco a poco fui recuperando las ganas de vivir. Aprendí a disfrutar del silencio, a llenar mi casa con música y flores frescas cada semana. Mis hijos venían a verme los domingos y juntos cocinábamos paella o tortilla de patatas como antes.

A veces todavía me despierto sobresaltada por las noches, esperando encontrar a Fernando a mi lado. Pero ya no duele tanto. Ahora sé que puedo seguir adelante sola.

Hace unos días recibí un mensaje de Lucía: «Mamá, eres la mujer más valiente que conozco». Lloré al leerlo, pero esta vez fueron lágrimas de orgullo.

Hoy miro mi reflejo en el espejo y casi no me reconozco: he perdido peso, tengo nuevas arrugas… pero también una luz en los ojos que creía apagada para siempre.

¿De verdad es posible empezar de nuevo después de perderlo todo? ¿Cuántas mujeres más estarán ahora mismo sentadas frente a una taza de café frío preguntándose lo mismo?