Tres años de silencio: El secreto en la casa de mi madre
—¿Otra vez te vas tan temprano a la cama, Diego? —pregunté, intentando que mi voz no temblara mientras él cogía su libro y se dirigía al pasillo.
No contestó. Solo me dedicó una sonrisa cansada, de esas que parecen pedir perdón por existir. Cerró la puerta de la habitación de mi madre tras de sí, como cada noche desde hace tres años. Y yo, como cada noche, me quedé sola en nuestra cama, mirando el techo y preguntándome qué demonios estaba pasando en mi propia casa.
No era normal. Lo sabía. En España, la familia es sagrada, pero también lo es el respeto a la intimidad del matrimonio. Mi madre, Carmen, vino a vivir con nosotros después de la boda porque se quedó viuda y no quería estar sola en su piso de Lavapiés. Al principio pensé que sería temporal, pero los meses se convirtieron en años y la rutina se instaló como una losa entre Diego y yo.
Al principio, Diego era atento, cariñoso. Me traía flores del mercado de la plaza Mayor, cocinaba paella los domingos y hasta se animaba a ver conmigo las películas antiguas que tanto le gustaban a mi madre. Pero poco a poco, algo cambió. Empezó a pasar más tiempo con ella: le leía novelas, le preparaba infusiones antes de dormir y, finalmente, empezó a dormir en su habitación «para que no se sintiera sola». Eso decía él. Eso decía ella.
Mis amigas me decían que estaba loca por permitirlo. «Eso en mi casa no pasa ni de broma», decía Lucía entre risas nerviosas en la terraza del bar. «Aquí las suegras se respetan, pero no tanto», bromeaba Ana. Yo me reía con ellas, pero por dentro sentía un nudo en el estómago que no me dejaba respirar.
Una noche de noviembre, cuando la lluvia golpeaba los cristales y el frío se colaba por las rendijas del balcón, decidí seguirle. Esperé a que apagara la luz del salón y salí descalza al pasillo. Me escondí tras la puerta entreabierta y escuché.
—¿Estás bien, Carmen? —susurró Diego.
—Sí, hijo, gracias por quedarte conmigo —respondió mi madre con voz temblorosa.
—No tienes que agradecerme nada. No quiero que vuelvas a pasar miedo —dijo él.
Miedo. Esa palabra me heló la sangre. ¿Miedo a qué? ¿A quién?
Me asomé un poco más y vi a mi madre sentada en la cama, abrazando una manta como si fuera un salvavidas. Diego le acariciaba el pelo con una ternura que nunca había visto en él hacia mí.
—¿Has vuelto a soñar con papá? —preguntó Diego.
Mi madre asintió y rompió a llorar. Un llanto ahogado, contenido durante años. Diego la abrazó fuerte y le susurró palabras que no entendí del todo. Hablaban de noches sin dormir, de gritos en la oscuridad, de recuerdos que no la dejaban vivir en paz desde que mi padre murió.
Me sentí una idiota. Durante tres años había sospechado lo peor: infidelidad, traición, cualquier cosa menos esto. Mi madre sufría pesadillas terribles desde la muerte de mi padre y Diego había estado ahí para ella cuando yo no supe verlo. Él dormía en su habitación porque ella solo podía descansar si sentía a alguien cerca.
Volví a mi cuarto sin hacer ruido y me tumbé en la cama con los ojos llenos de lágrimas. ¿Cómo no me di cuenta? ¿Cómo pude ser tan egoísta?
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos churros con chocolate como cada domingo, miré a Diego y a mi madre con otros ojos. Vi el amor verdadero: el que cuida sin pedir nada a cambio, el que entiende el dolor ajeno aunque duela renunciar a tu propia felicidad.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas veces juzgamos sin saber? ¿Cuántas veces dejamos que el orgullo nos ciegue ante el sufrimiento de quienes más queremos?