Tres meses de silencio: El precio de la distancia con mi madre

—¿De verdad vas a dejar que pase otro día sin hablarle? —me preguntó Luis, mi marido, mientras recogía los platos del desayuno.

No contesté. El sonido del agua cayendo en el fregadero era mi único refugio. Miré el móvil, como si esperara un mensaje que sabía que no llegaría. Hace tres meses que bloqueé a mi madre en WhatsApp, en Facebook, en todas partes. Ni una llamada, ni un mensaje. Nada. Solo silencio. Y, sin embargo, cada día pesa más.

Luis dejó el plato en la encimera y se acercó despacio. —Victoria, es tu madre. No puedes vivir así para siempre.

Me giré y le miré a los ojos. —¿Sabes lo que me hizo? ¿De verdad lo sabes? Porque yo no puedo olvidarlo.

Luis suspiró, cansado de repetir la misma conversación. Pero yo no podía evitarlo: cada vez que pensaba en ella, sentía una mezcla de rabia y tristeza tan intensa que me dolía el pecho.

Mi madre, Carmen, siempre fue una mujer difícil. Crecí en un piso pequeño de Vallecas, con gritos y reproches como banda sonora de mi infancia. Mi padre se fue cuando yo tenía ocho años, incapaz de soportar su carácter. Desde entonces, fui su única compañía y su único blanco.

—Eres igual que tu padre —me decía cuando llegaba tarde del instituto—. Una desagradecida.

Aun así, nunca dejé de ayudarla. Cuando empecé a trabajar en la gestoría, le mandaba dinero todos los meses. Le pagué la luz, el gas, incluso el alquiler cuando perdió su pensión por un error administrativo. Pero nada era suficiente.

El detonante llegó hace tres meses, en la comunión de mi sobrina Lucía. Mi madre se presentó sin avisar, vestida de negro como si fuera un funeral. Durante la comida, empezó a criticar a todos: a mi hermana Pilar por su marido parado, a mí por no tener hijos aún.

—¿Para cuándo me vas a dar un nieto? —preguntó en voz alta, mirando a Luis—. Ya tienes una edad, Victoria.

Sentí cómo se me encendían las mejillas. Luis me apretó la mano bajo la mesa. Intenté ignorarla, pero siguió insistiendo hasta que exploté:

—¡Basta ya, mamá! No tienes derecho a hablarme así delante de toda la familia.

Ella se levantó de golpe y tiró la copa de vino al suelo. —¡Eres una desagradecida! ¡Todo lo que he hecho por ti y así me lo pagas!

Ese fue el último día que la vi. Al llegar a casa, la bloqueé en todas partes. Solo le dejé acceso a lo esencial: le pago el alquiler y le mando una compra básica cada mes por internet. Arroz, aceite, azúcar… Lo justo para sobrevivir. Nada más.

Pero el silencio pesa. Cada vez que suena el teléfono y veo un número desconocido, siento un nudo en el estómago. ¿Será ella? ¿Me estará buscando?

Luis insiste en que debo perdonarla. —No puedes vivir con ese rencor toda la vida —me dice cada noche antes de dormir—. Al final te va a hacer daño solo a ti.

Pero él no entiende lo que es crecer con una madre así. No entiende el miedo constante a sus gritos, la culpa por no ser suficiente.

Hace dos semanas, Pilar me llamó llorando:

—Mamá está peor. Apenas sale de casa desde lo de la comunión. Dice que le duele todo y no quiere ver a nadie.

Sentí una punzada de culpa, pero me mantuve firme.

—No puedo ayudarla más, Pilar. Ya he hecho suficiente.

Pero las noches son largas y el silencio se hace insoportable. A veces sueño con ella: está sentada en la cocina, fumando un cigarro tras otro, mirándome con esos ojos duros que nunca aprendieron a pedir perdón.

Hoy he recibido una carta manuscrita. Reconocí su letra temblorosa al instante:

«Victoria,
Sé que no soy la madre perfecta y que te he hecho daño. No sé cómo pedirte perdón, pero te echo de menos cada día. No sé vivir sin ti.
Mamá»

Las lágrimas me sorprendieron antes de terminar de leerla. Luis me abrazó sin decir nada.

No sé qué hacer. ¿Es posible perdonar después de tanto dolor? ¿O hay heridas que nunca cierran?

¿Vosotros qué haríais? ¿Vale la pena volver a abrir esa puerta o es mejor dejarla cerrada para siempre?