¿Un hijo? Primero, fuera de mi casa: La historia de cómo mi suegra casi destruye mi matrimonio
—¿De verdad piensas traer a esa mujer aquí? —la voz de Carmen retumbó en el pasillo, tan afilada como las tijeras que usaba para podar sus rosales del balcón.
Me quedé quieto, con las llaves aún en la mano. Ariana esperaba en el coche, nerviosa, mientras yo intentaba reunir el valor para enfrentarme a mi suegra. Habían pasado dos años desde que Lucía, mi esposa, se marchó a Madrid con un arquitecto y nos dejó a Carmen y a mí solos en aquel piso de Vallecas. Dos años de silencios incómodos, de cenas mirando la televisión sin hablarnos, de reproches velados y miradas que decían más que cualquier palabra.
—Carmen, sólo quiero que conozcas a Ariana. No es tan grave —intenté sonar calmado, pero mi voz temblaba.
Ella se cruzó de brazos, apoyada en el marco de la puerta. Su pelo canoso recogido en un moño apretado y esa expresión de desconfianza que nunca se le quitaba desde que Lucía se fue.
—¿Y si mañana aparece Lucía? ¿Qué le vas a decir? ¿Que ya tienes otra? —espetó.
Sentí una punzada en el pecho. Lucía no iba a volver. Lo sabíamos los dos, pero Carmen se negaba a aceptarlo. Para ella, yo seguía siendo el yerno perfecto, el hombre que debía esperar eternamente a su hija perdida.
Ariana bajó del coche y subió las escaleras. La vi aparecer por el rellano, con su melena rizada y esa sonrisa tímida que tanto me gustaba. Saludó a Carmen con educación, pero la tensión era palpable.
—Encantada, señora Carmen —dijo Ariana, extendiendo la mano.
Carmen ni siquiera se la estrechó. Se limitó a mirarla de arriba abajo y luego me miró a mí, como si yo fuera un traidor.
Esa noche cenamos los tres juntos. El silencio era tan denso que podía cortarse con cuchillo. Ariana intentó hablar de su trabajo en la biblioteca municipal, de sus padres en Salamanca, pero Carmen respondía con monosílabos o ni siquiera eso. Yo me sentía atrapado entre dos mundos: el pasado que no quería soltarme y el futuro que intentaba construir.
Cuando Ariana se fue, Carmen me abordó en la cocina.
—No pienso compartir mi casa con una extraña —dijo tajante—. Y menos si piensas traer hijos al mundo así, sin más.
Me quedé helado. Ariana y yo habíamos hablado de tener un hijo. Era nuestro sueño. Pero ¿cómo hacerlo si ni siquiera podíamos tener intimidad?
Los días siguientes fueron una tortura. Carmen hacía todo lo posible por incomodar a Ariana: cambiaba las cerraduras del baño, ponía la lavadora a las seis de la mañana, criticaba su forma de vestir. Una tarde, mientras preparaba café, la escuché hablar por teléfono con su hermana:
—Este Sergio está loco. Quiere rehacer su vida como si nada… ¡Y encima con esa chica! —decía indignada.
Esa noche exploté.
—¡Basta ya, Carmen! —grité—. Esta es mi casa también. Tengo derecho a ser feliz.
Ella me miró con lágrimas en los ojos.
—¿Y yo? ¿Dónde voy a ir? ¿Te vas a deshacer de mí como hizo Lucía?
Me sentí culpable al instante. Carmen no tenía a nadie más en Madrid. Su marido había muerto hacía años y su otra hija vivía en Zaragoza y apenas llamaba.
Pero Ariana también sufría. Una tarde me lo dijo claramente:
—Sergio, yo te quiero, pero no puedo vivir así. Si quieres un futuro conmigo… tienes que elegir.
Me pasé noches sin dormir, debatiéndome entre la lealtad y el amor. Hablé con amigos, con mi hermana Pilar, incluso fui al psicólogo del centro de salud del barrio. Todos decían lo mismo: tenía derecho a rehacer mi vida.
Finalmente tomé una decisión. Una mañana, mientras Carmen regaba sus plantas en el balcón, me acerqué.
—Carmen —dije suavemente—. He encontrado una residencia cerca del parque del Retiro. Es bonita y hay gente de tu edad. He hablado con la directora… puedes ir cuando quieras.
Ella me miró como si acabara de traicionarla para siempre.
—¿Así me pagas todos estos años? ¿Echándome?
No respondí. No había palabras suficientes para explicar lo que sentía.
El día que Carmen se fue fue uno de los más tristes de mi vida. Lloré como un niño al verla marcharse en el taxi, abrazando su bolso y mirando atrás por la ventanilla.
Ariana vino a vivir conmigo poco después. Por primera vez en años sentí paz en casa. Empezamos a planear nuestro futuro: viajes, cenas con amigos… Y sí, hablamos de tener un hijo.
Pero cada vez que paso por el parque del Retiro y veo a las señoras mayores paseando, me pregunto si hice lo correcto. ¿Era justo elegir mi felicidad por encima de la soledad de Carmen?
A veces me despierto por la noche y escucho el eco de su voz: «¿Dónde voy a ir?» Y me pregunto: ¿Cuántos sacrificios son justos por amor? ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad hacia quienes nos lo han dado todo?