Un Regalo Demasiado Grande: El Precio de la Sangre
—¿Pero cómo puedes siquiera planteártelo, mamá? —grité al teléfono, con la voz quebrada y las manos temblando tanto que casi dejo caer el móvil sobre la encimera de la cocina.
Al otro lado, el silencio de mi madre pesaba más que cualquier reproche. La tarde madrileña se colaba por la ventana, dorando los azulejos y haciendo que todo pareciera irreal. Mi piso en Vallecas, ese que tanto me costó conseguir trabajando de camarera y luego en la gestoría, era mi refugio. Y ahora, por una llamada, sentía que todo podía venirse abajo.
—Hija, entiéndelo —suspiró mi madre finalmente—. Tu hermano lo está pasando mal. Lucía está embarazada y el alquiler se les va de las manos. Tú tienes trabajo fijo, no te falta de nada…
—¿Y eso qué tiene que ver? —interrumpí, sintiendo cómo la rabia me subía por el pecho—. Ese piso lo he pagado yo, con mis noches sin dormir y mis fines de semana sin salir. ¿Por qué tengo que regalarlo?
Mi madre no respondió. Al fondo, escuché la voz de mi padre: “Déjala, Carmen, no insistas”. Pero ella insistió. Siempre lo hacía.
Colgué antes de decir algo de lo que me arrepintiera. Me senté en el sofá, abrazando un cojín como si fuera un salvavidas. El piso estaba lleno de recuerdos: las cajas de mudanza aún apiladas en el pasillo, las fotos con mis amigas en la nevera, el olor a café que aún flotaba en el aire. Todo eso era mío. ¿Por qué tenía que sacrificarlo por una familia que nunca parecía contenta?
Esa noche no dormí. Me pasé horas mirando el techo, repasando cada discusión con Lucía desde que entró en nuestras vidas. Siempre quería más: mejores regalos en Navidad, más ayuda con los niños, más atención en las comidas familiares. Y ahora esto.
Al día siguiente, mi hermano Sergio me llamó. Su voz sonaba cansada, derrotada.
—Marta, por favor… No sé qué hacer. Lucía está muy nerviosa con el embarazo y…
—¿Y tú? ¿Tú qué piensas? —le corté.
Hubo un silencio incómodo.
—No quiero ponerte en esta situación —dijo al fin—. Pero mamá dice que eres la única que puede ayudarnos de verdad.
Me mordí el labio para no llorar.
—¿Y si fuera al revés? ¿Tú me regalarías tu casa?
Sergio no respondió. Colgó sin despedirse.
Los días siguientes fueron un desfile de mensajes pasivo-agresivos en el grupo familiar de WhatsApp. Mi tía Pilar opinaba que “la familia es lo primero”. Mi primo Álvaro decía que “un piso no vale más que un hermano”. Nadie parecía entenderme. Nadie preguntó cómo me sentía yo.
En el trabajo no podía concentrarme. Mi jefa, Mercedes, notó mi cara de cansancio y me llamó a su despacho.
—¿Te pasa algo en casa? —preguntó con esa mezcla de dureza y ternura tan suya.
No pude evitarlo: rompí a llorar delante de ella.
—Quieren que regale mi piso a mi hermano —solloce—. Dicen que es lo correcto… pero siento que me están robando.
Mercedes asintió despacio.
—En esta vida hay que aprender a decir que no —me dijo—. Si cedes ahora, nunca dejarán de pedirte cosas.
Salí de su despacho con una mezcla de alivio y culpa. ¿Sería yo una egoísta? ¿O simplemente alguien cansada de dar siempre más?
El domingo llegó la comida familiar. Fui porque no quería darles más motivos para hablar mal de mí. Al entrar en casa de mis padres, sentí todas las miradas clavadas en mí.
Lucía estaba sentada en el sofá, acariciándose la tripa con gesto dramático.
—Marta —dijo con voz dulce—. Sé que esto es mucho pedir… pero piensa en tu sobrino. ¿No quieres que crezca en un hogar estable?
La miré a los ojos y vi la manipulación tras sus palabras. Mi madre me observaba suplicante; mi padre evitaba mirarme; Sergio parecía un niño pequeño esperando a que alguien resolviera sus problemas.
Me levanté despacio y hablé alto para que todos me oyeran:
—No voy a regalar mi piso. Lo siento si os decepciono, pero es mío y he luchado mucho por él. Si necesitáis ayuda para buscar otro sitio o para pagar una entrada, puedo echar una mano… pero no voy a renunciar a lo único que tengo seguro en esta vida.
El silencio fue absoluto. Lucía rompió a llorar; mi madre murmuró algo sobre “egoísmo”; Sergio bajó la cabeza.
Me fui antes del postre. Caminé por las calles del barrio sintiéndome ligera y culpable al mismo tiempo. Sabía que había hecho lo correcto… pero también sabía que nada volvería a ser igual entre nosotros.
Esa noche, mientras miraba por la ventana las luces de Madrid, pensé en todo lo que había perdido y ganado ese día. ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio por la familia? ¿Cuándo deja de ser amor y se convierte en abuso?
Quizá nunca encuentre una respuesta clara… pero al menos hoy he elegido pensar también en mí misma.