Una noche en la que todo cambió: La verdad que me negaba a ver

—¿Por qué nunca te acuerdas de lo que me gusta, Raúl? —escuché mi propia voz temblar mientras sostenía la copa de vino, rodeada de risas ajenas en el salón de Clara y Fernando. Nadie pareció notar mi pregunta, ni siquiera él. Mi marido, sentado a mi lado, se limitó a encogerse de hombros y a seguir hablando con Fernando sobre el último partido del Real Madrid. Sentí un nudo en el estómago, una mezcla de rabia y tristeza que me quemaba por dentro.

Clara, mi mejor amiga desde la universidad, me miró con esos ojos grandes y sinceros que siempre han sabido leerme. Se acercó y susurró: —¿Estás bien, Lucía? Pareces distante esta noche.

Quise decirle la verdad, que llevaba meses sintiéndome invisible, que cada día era una repetición del anterior: levantarme antes que nadie para preparar desayunos, organizar mochilas, hacer la compra, trabajar desde casa mientras recogía calcetines tirados por el pasillo. Pero solo asentí y sonreí, como siempre.

La cena continuó entre bromas y anécdotas. Los niños jugaban en la habitación de al lado. Yo apenas probé bocado. Observaba a Raúl reírse con Fernando, a Clara sirviendo más vino, a todos tan cómodos en sus papeles. ¿Y yo? ¿Quién era yo más allá de ser la madre de Marta y Pablo, la esposa de Raúl?

En un momento dado, Marta entró corriendo al salón con lágrimas en los ojos. —¡Pablo me ha quitado mi muñeca! —gritó. Me levanté instintivamente para consolarla, pero Raúl ni se inmutó. Clara fue la que se agachó junto a mi hija y le limpió las lágrimas.

—¿No vas a hacer nada? —le susurré a Raúl.
—Déjalo, Lucía, son cosas de niños —respondió sin apartar la vista del móvil.

Sentí cómo algo dentro de mí se rompía. No era solo la indiferencia de Raúl; era la suma de años de silencios, de gestos no correspondidos, de sueños postergados. Recordé cómo antes solía escribir poemas, cómo soñaba con viajar sola por Andalucía, cómo reía hasta llorar con Clara en los bares del centro de Madrid. ¿Dónde había quedado esa Lucía?

La velada terminó tarde. Al volver a casa, los niños dormían en el coche y Raúl conducía en silencio. Yo miraba por la ventanilla las luces de la ciudad y sentía un vacío inmenso. Al llegar, acosté a los niños y me encerré en el baño. Me miré al espejo largo rato. Tenía ojeras profundas y el pelo recogido deprisa. Me pregunté cuándo fue la última vez que me sentí guapa, deseada, viva.

Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama mientras Raúl roncaba a mi lado. Pensé en mis padres, en cómo mi madre siempre se sacrificó por todos y acabó amargada y sola. ¿Era ese mi destino? ¿Ser una sombra en mi propia vida?

A la mañana siguiente, mientras preparaba el desayuno, Pablo derramó el zumo sobre la mesa y Marta se peleó con él por el mando de la tele. Raúl salió corriendo al trabajo sin despedirse. Sentí ganas de gritar. En vez de eso, apagué la cafetera y me senté en silencio.

Clara me llamó al mediodía.
—¿Seguro que estás bien? Anoche te vi rara.
—No lo sé —le confesé—. Siento que no soy nadie. Que solo existo para los demás.

Ella guardó silencio unos segundos.
—Lucía, tienes derecho a ser tú misma. No eres solo madre o esposa. ¿Por qué no vienes esta tarde al centro? Damos un paseo y hablamos.

Acepté casi sin pensarlo. Dejé a los niños con mi suegra y salí rumbo a Sol. Caminamos por la Gran Vía entre turistas y ruido. Clara me escuchó llorar en un banco del Retiro mientras le contaba todo: mis miedos, mi soledad, mis sueños olvidados.

—Tienes que hablar con Raúl —me dijo—. No puedes seguir así.

Esa noche lo intenté. Esperé a que los niños durmieran y me senté frente a él en el sofá.
—Raúl, necesito hablar contigo —dije con voz firme—. No soy feliz. Siento que no me ves, que no te importa lo que siento o lo que quiero.

Él frunció el ceño.
—¿Ahora te pones dramática? Todos estamos cansados, Lucía. Esto es lo que hay.

Sus palabras fueron como un jarro de agua fría. Me levanté y fui al dormitorio sin decir nada más.

Pasaron días grises. Empecé a escribir otra vez por las noches, como hacía antes. Apunté mis pensamientos en un cuaderno: «No quiero desaparecer detrás de una rutina que no elegí».

Un sábado llevé a los niños al parque y vi a otras madres hablando entre ellas sobre recetas y deberes escolares. Yo me senté sola en un banco y observé cómo Marta jugaba feliz bajo el sol. Sentí una punzada de culpa por desear algo más que esta vida.

Esa tarde tomé una decisión: busqué un taller de escritura creativa cerca de casa y me apunté sin decir nada a nadie. La primera clase fue como respirar después de mucho tiempo bajo el agua. Conocí a otras mujeres con historias parecidas: Ana acababa de divorciarse; Carmen luchaba contra la depresión; Teresa había dejado su trabajo para cuidar a su madre enferma.

Empecé a recuperar pedacitos de mí misma en cada relato que escribía. A veces lloraba al volver a casa; otras veces reía sola recordando anécdotas del taller.

Raúl empezó a notar mi cambio.
—¿Por qué sales tanto últimamente? —me preguntó una noche.
—Porque necesito tiempo para mí —le respondí sin miedo—. Porque quiero volver a ser Lucía.

No fue fácil. Hubo discusiones, reproches, silencios incómodos en casa. Pero también hubo pequeños gestos: Marta empezó a preguntarme por mis historias; Pablo me abrazaba más fuerte antes de dormir; incluso Raúl intentó acompañarme una tarde al taller (aunque se aburrió enseguida).

Hoy escribo estas líneas desde una cafetería del barrio mientras veo pasar la vida por la ventana. No tengo todas las respuestas ni he solucionado todos mis problemas familiares. Pero ya no soy invisible para mí misma.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven atrapadas en papeles que no eligieron? ¿Cuándo fue la última vez que alguien os preguntó qué soñáis realmente? ¿Os atrevéis a buscaros a vosotras mismas?