Una semana después, fui sola al notario para cambiar mi testamento: Cuando los hijos cuidan a sus padres solo por la herencia
—¿Por qué no firmamos ya los papeles, mamá? Así te quedas tranquila y nosotros también —insistió mi hija Lucía, con esa voz dulce que siempre usaba cuando quería algo.
El calor de julio apretaba en Madrid y yo, sentada en el sofá con la bata pegada a la piel, sentía cómo el sudor se mezclaba con el miedo. Hacía una semana que me había dado aquel mareo tan fuerte. Si no hubiera sido por Lucía y su marido, quizá no estaría aquí para contarlo. Pero desde entonces, algo había cambiado en el ambiente de casa. Ya no era mi hogar, era un escenario donde cada gesto parecía calculado.
Recuerdo perfectamente aquel día en el hospital. Mi yerno, Fernando, no paraba de mirar el móvil y hacer llamadas. «¿Cuánto tardan en dar el alta?», preguntó a la enfermera nada más entrar. Lucía me acariciaba la mano, pero sus ojos iban del monitor de mis constantes vitales a la puerta de la habitación. Sentí gratitud y, al mismo tiempo, una punzada de sospecha. ¿Era preocupación genuina o miedo a perder algo más que a su madre?
Al volver a casa, todo cambió. Lucía se instaló en mi piso de Chamberí con Fernando y sus dos hijos. «Así te cuidamos mejor, mamá», decían. Pero yo veía cómo revisaban mis papeles, cómo preguntaban por las cuentas del banco, cómo Fernando se ofrecía a ayudarme con la correspondencia. Una tarde, escuché una conversación a medias desde la cocina:
—Si mamá no cambia el testamento ahora, luego será un lío —decía Lucía en voz baja.
—No te preocupes, ya verás cómo lo hacemos bien —respondió Fernando.
Esa noche apenas dormí. Me sentía una extraña en mi propia casa. Mi hijo menor, Álvaro, vivía en Valencia y apenas llamaba. Cuando lo hacía, era para preguntarme si necesitaba algo o si Lucía se estaba portando bien. Yo le respondía que sí, pero mi voz temblaba.
Un día después del desayuno, Lucía apareció con un sobre en la mano.
—Mamá, he hablado con el notario de la familia. Dice que sería bueno dejar todo claro ahora que estás bien. Así no hay problemas después.
La miré fijamente. ¿Después de qué? ¿De mi muerte? Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.
—No tengo prisa por morirme, Lucía —le dije.
Ella bajó la mirada y murmuró algo sobre evitar líos entre hermanos. Pero yo ya no podía ignorar lo que sentía: miedo a ser un estorbo, miedo a que mi vida valiera menos que mis ahorros y mi piso.
Esa tarde llamé a mi amiga Carmen. Le conté todo entre lágrimas.
—No eres la única —me dijo—. A mi tía le pasó igual. Al final cambió el testamento sin decir nada.
Me quedé pensando en eso toda la noche. ¿Y si cambiaba yo también mi testamento? ¿Y si repartía las cosas de otra manera? ¿Y si donaba parte a una ONG o a los nietos directamente?
Pasaron los días y la tensión crecía en casa. Lucía me vigilaba como si fuera una niña pequeña. Fernando revisaba mis medicinas y hasta controlaba mis visitas al médico. Una mañana, mientras desayunábamos churros con chocolate, solté:
—He decidido ir al notario la semana que viene.
Lucía sonrió aliviada.
—¡Qué bien! Así nos quedamos todos tranquilos.
Pero no le dije que iría sola.
El día señalado me vestí con mi mejor vestido azul y salí temprano. Caminé despacio bajo el sol abrasador hasta la notaría de la calle Fuencarral. El notario, don Enrique, me recibió con amabilidad.
—¿Está segura de lo que quiere hacer, doña Pilar? —me preguntó tras escuchar mi historia.
—Más segura que nunca —le respondí.
Firmé un nuevo testamento: dejé el piso a mis nietos para que no pudieran venderlo hasta ser mayores de edad; una parte del dinero para Álvaro y otra para una fundación contra el Alzheimer, esa enfermedad que se llevó a mi marido hace años.
Al volver a casa, Lucía me esperaba en el salón.
—¿Qué tal con el notario? —preguntó con fingida naturalidad.
—Todo bien —le respondí—. Ya está todo arreglado.
No le di más detalles. Desde ese día, noté un cambio en ella: menos sonrisas forzadas, más distancia. Fernando dejó de preguntar por mis cuentas y los niños volvieron a jugar sin miedo por la casa.
A veces me siento culpable por desconfiar de mis propios hijos. Otras veces creo que hice lo correcto para proteger lo poco que me queda de dignidad y memoria familiar.
Ahora paso las tardes en el balcón viendo pasar la vida madrileña y me pregunto: ¿En qué momento dejamos de ser familia para convertirnos en rivales por una herencia? ¿Es posible recuperar el amor cuando la desconfianza ha entrado en casa?