Una Semana en Casa de Mi Hija: Lo Que Nadie Quería Ver

—Mamá, ¿puedes venirte a casa una semana? De verdad, no puedo más —la voz de Lucía sonaba rota al otro lado del teléfono, como si cada palabra le costara un mundo.

No lo dudé. Cogí el tren de las siete desde Salamanca a Madrid, con la maleta llena de ropa cómoda y la cabeza llena de advertencias de mis amigas: “Te vas a meter donde no te llaman, Carmen”, “Tus hijos ya son adultos, déjales vivir”. Pero ¿cómo decirle que no a mi hija cuando me necesita?

Al llegar, la casa olía a café frío y a ropa sin tender. Mateo, mi nieto de cuatro años, me recibió con un abrazo pegajoso y una sonrisa rota. Lucía tenía ojeras profundas y el pelo recogido en un moño deshecho. Su marido, Sergio, ni siquiera salió de su despacho para saludarme.

—Gracias por venir, mamá. Tengo los exámenes finales y Sergio está hasta arriba en el trabajo… —me explicó Lucía mientras recogía juguetes del suelo.

—No te preocupes, hija. Para eso están las madres —le respondí, intentando sonar alegre.

La primera noche fue tranquila. Mateo se durmió en mis brazos mientras le contaba el cuento de “El ratoncito Pérez”. Pero al día siguiente, empecé a notar grietas en la fachada.

Por la mañana, mientras preparaba el desayuno, escuché voces elevadas detrás de la puerta del despacho.

—¡No puedes exigirme que esté en todo! ¡Yo también tengo derecho a respirar! —gritó Sergio.

—¡Solo te pido que bajes a cenar con nosotros! Mateo pregunta por ti cada noche —respondió Lucía, con la voz temblorosa.

Me quedé quieta, con la espátula en la mano. No era la primera vez que oía discutir a una pareja joven, pero esta vez sentí un nudo en el estómago. ¿Cuánto tiempo llevaban así?

Durante el día, Lucía apenas salía de su cuarto de estudio. Sergio se encerraba en el despacho y solo salía para coger café o fumar en el balcón. Mateo me miraba con sus grandes ojos marrones y preguntaba:

—¿Por qué papá no juega conmigo?

No supe qué responderle. Le di un beso en la frente y le propuse hacer un castillo de cojines.

El miércoles por la noche, mientras doblaba ropa en el salón, Lucía se sentó a mi lado y rompió a llorar.

—Mamá, no puedo más. Siento que todo se me escapa de las manos. Sergio y yo… apenas hablamos. Solo discutimos o nos ignoramos. Y Mateo… él no tiene la culpa de nada.

La abracé fuerte. Sentí su cuerpo temblar como cuando era niña y tenía miedo a la oscuridad.

—¿Habéis pensado en pedir ayuda? —le susurré.

—¿A quién? Aquí nadie tiene tiempo ni para respirar. Y si lo supieran en mi trabajo… Me mirarían como si estuviera loca.

Me mordí la lengua para no decirle lo que pensaba de esa maldita cultura del aguante y el silencio. En España, aún pesa demasiado eso de “los trapos sucios se lavan en casa”.

El jueves fue peor. Sergio llegó tarde y borracho. Mateo ya dormía. Lucía le esperó despierta en el salón.

—¿Dónde estabas? —preguntó ella con voz baja pero firme.

—En el bar con los del trabajo. Necesitaba desconectar —respondió él, sin mirarla a los ojos.

—¿Y nosotros qué? ¿No cuentas con tu familia para nada?

Sergio bufó y se fue directo al baño. Yo observaba desde la cocina, sintiéndome invisible y a la vez demasiado presente.

Al día siguiente, mientras llevaba a Mateo al parque, me encontré con Pilar, una vecina del bloque.

—¿Qué tal Lucía? Hace tiempo que no la veo bajar —me dijo con tono curioso.

—Está muy liada con los exámenes —mentí.

Pilar asintió, pero sus ojos decían otra cosa. ¿Cuántas veces habría escuchado también las discusiones?

Esa tarde, decidí hablar con Sergio. Le esperé en la cocina mientras preparaba café.

—Sergio, ¿puedo hablar contigo un momento?

Él asintió, incómodo.

—Sé que no es fácil tenerme aquí… pero veo que estáis pasando por un momento difícil. No soy nadie para meterme, pero Mateo os necesita a los dos presentes.

Sergio bajó la mirada y suspiró.

—No sé cómo hacerlo, Carmen. El trabajo me supera y siento que Lucía me culpa de todo…

—Quizá deberíais buscar ayuda juntos. No es cuestión de culpas, sino de encontrar una salida antes de que sea tarde.

Me miró con ojos cansados y asintió en silencio.

El sábado por la mañana, Lucía y Sergio se sentaron conmigo en la mesa del desayuno. Por primera vez en días, se miraron a los ojos.

—Mamá… hemos decidido pedir cita con una terapeuta familiar —dijo Lucía con voz temblorosa pero decidida.

Sentí un alivio inmenso. No podía solucionarles la vida, pero al menos había conseguido que se atrevieran a pedir ayuda.

El domingo por la tarde hice la maleta para volver a Salamanca. Mateo me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—¿Vuelves pronto, abuela?

Le prometí que sí.

En el tren de vuelta, miré por la ventana mientras el paisaje castellano pasaba rápido ante mis ojos. Pensé en todas las familias que esconden sus heridas tras puertas cerradas. ¿Cuántas madres como yo sienten que solo pueden ayudar desde las sombras? ¿Cuándo aprenderemos a pedir ayuda antes de rompernos del todo?