Vendí mi piso para ayudar a mi hijo, pero pronto me arrepentí

—¿De verdad quieres hacerlo, mamá? —me preguntó Lucía, mi hermana, con la voz temblorosa al otro lado del teléfono.

Miré por última vez el salón de mi piso en Chamberí, ese refugio que durante veinte años fue testigo de mis risas, mis lágrimas y mis silencios. Las cajas apiladas junto a la puerta parecían mirarme con reproche. Pero la decisión ya estaba tomada. Sergio, mi único hijo, acababa de perder el trabajo y su mujer, Marta, estaba embarazada de su segundo hijo. ¿Cómo no iba a ayudarles?

—No tengo otra opción, Lucía. Sergio me necesita —respondí, intentando sonar firme aunque por dentro me temblaban las entrañas.

Vendí el piso a buen precio y con ese dinero ayudé a Sergio a pagar la entrada de un adosado en las afueras de Alcalá de Henares. La idea era sencilla: yo viviría con ellos y ayudaría con los niños mientras ellos se recuperaban económicamente. Todo parecía lógico, incluso bonito. Una familia unida, pensé. ¿No es eso lo que siempre soñé?

La primera semana fue una luna de miel. Marta me agradecía cada comida que preparaba y Sergio me abrazaba al llegar del INEM. El pequeño Hugo me buscaba para que le leyera cuentos antes de dormir. Me sentía útil, querida, parte esencial de ese nuevo hogar.

Pero pronto la realidad se impuso. Marta empezó a dejarme notas en la nevera: “Por favor, no uses tanto ajo”, “No pongas la lavadora por la noche”. Sergio llegaba cada vez más tarde y apenas me dirigía la palabra. Una noche escuché cómo discutían en su dormitorio:

—Tu madre no respeta nuestro espacio —decía Marta en voz baja.
—Está haciendo lo que puede —respondía Sergio, pero sonaba cansado.

Me sentí como una intrusa en mi propia familia. Empecé a salir a caminar por el barrio para no estorbar. En el parque veía a otras abuelas jugando con sus nietos, riendo despreocupadas. Yo solo sentía un nudo en el estómago.

Un sábado por la tarde, mientras preparaba una tortilla de patatas, Marta entró en la cocina:

—Delia, ¿puedes dejarme un poco de espacio? Quiero cocinar yo hoy.

Me aparté torpemente, sintiéndome invisible. Me refugié en mi habitación —una pequeña estancia junto al garaje— y lloré en silencio. ¿En qué momento había dejado de ser bienvenida?

Las cosas empeoraron cuando nació la pequeña Paula. Marta se volvió aún más susceptible y Sergio parecía vivir en otro mundo. Yo intentaba ayudar con los niños, pero cualquier gesto era interpretado como una crítica velada a su manera de criar.

—Mamá, déjanos hacer las cosas a nuestra manera —me dijo Sergio una noche después de cenar.

Me mordí los labios para no llorar delante de él. ¿No era eso lo que siempre había hecho? ¿Ayudar? ¿Cuidar? ¿Por qué ahora todo estaba mal?

Empecé a sentirme una carga. Mis amigas me llamaban para salir al cine o tomar un café en el centro, pero yo ya no tenía piso propio al que volver ni dinero suficiente para permitirme lujos. Mi vida se había reducido a cuatro paredes ajenas y un silencio incómodo.

Un día encontré a Hugo llorando en el pasillo porque nadie le hacía caso. Lo abracé fuerte y sentí cómo mi corazón se partía en dos. ¿Qué ejemplo le estaba dando? ¿Que hay que sacrificarlo todo por los demás aunque nadie te lo agradezca?

Una tarde de otoño, mientras recogía hojas secas del jardín, Lucía vino a visitarme.

—Delia, tienes que pensar en ti —me dijo con dulzura—. Has hecho mucho por ellos, pero también mereces ser feliz.

Esa noche no pude dormir. Me pregunté si había cometido un error irreversible. Había vendido mi independencia por una promesa de unidad familiar que nunca llegó. ¿Y ahora qué?

Al día siguiente hablé con Sergio y Marta.

—Creo que ha llegado el momento de buscar mi propio espacio —dije con voz temblorosa.

Sergio bajó la mirada y Marta suspiró aliviada. Nadie intentó convencerme de quedarme.

Ahora vivo en un pequeño piso alquilado en Vallecas. No es Chamberí ni tiene las vistas al Retiro que tanto amaba, pero es mío. A veces Hugo me llama por videollamada y me cuenta sus cosas del cole. Marta y Sergio siguen con sus vidas y yo intento reconstruir la mía.

A veces me pregunto: ¿Hice bien en sacrificarlo todo por ellos? ¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Y quién cuida de nosotras cuando ya no somos imprescindibles?