Bajo la Sombra de Lucía: El Día que Perdí a Mi Hijo

—¿De verdad vas a casarte con ella, Diego? —le pregunté, la voz temblorosa, mientras él evitaba mirarme a los ojos. Estábamos en el salón de casa, rodeados de cajas aún sin abrir tras nuestra mudanza a Madrid. Mi marido, Antonio, se mantenía en silencio, sentado en el borde del sofá, como si temiera que cualquier palabra suya encendiera una chispa imposible de apagar.

Diego suspiró y se pasó la mano por el pelo, ese gesto suyo desde niño cuando no sabía cómo responderme. —Mamá, es mi decisión. Lucía me hace feliz. ¿No es eso lo que siempre has querido para mí?

No supe qué decir. Claro que quería su felicidad, pero ¿a qué precio? Había conocido a Lucía apenas dos semanas antes. Su maquillaje era tan llamativo como su voz, y sus labios, evidentemente retocados, me hacían pensar en todo menos en naturalidad. Su vestido aquel día en el juzgado era más corto de lo que yo consideraba apropiado para una boda. Pero lo que más me inquietaba era la forma en que miraba a Diego: no con amor, sino con una especie de posesión.

La ceremonia fue rápida y fría. Los padres de Lucía nos saludaron con prisas en la puerta del juzgado. Apenas cruzamos unas palabras: “Encantados”, “Felicidades”, “Que seáis muy felices”. Todo sonaba hueco. Antonio me apretó la mano con fuerza, como si quisiera transmitirme un poco de su serenidad. Pero yo solo sentía un vacío creciente.

Los días siguientes fueron aún peores. Diego apenas nos llamaba. Cuando lo hacía, Lucía siempre estaba al fondo, corrigiendo sus frases o interrumpiendo para hablar ella misma. Una tarde, mientras preparaba una tortilla de patatas —la favorita de Diego desde pequeño—, recibí una llamada inesperada.

—Mamá, no vamos a poder ir este domingo —dijo Diego, con voz apagada.
—¿Por qué? Ya habíamos quedado…
—Lucía tiene otros planes. Dice que tenemos que ir a ver a sus amigos.

Sentí cómo la rabia me subía por dentro. —¿Y tú qué quieres, Diego? ¿Tú quieres venir?

Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono. —No lo sé, mamá. No quiero discutir…

Colgué antes de decir algo de lo que pudiera arrepentirme. Me senté en la mesa de la cocina y lloré en silencio. Antonio entró y me abrazó sin decir nada. Sabía que las palabras no servían.

Las semanas se convirtieron en meses. Las visitas de Diego eran cada vez más escasas y siempre breves. Cuando venía, Lucía le miraba el móvil cada pocos minutos o le lanzaba miradas fulminantes si tardaba demasiado en responderle algo. Una tarde, mientras tomábamos café en la terraza, me atreví a preguntarle:

—¿Estás bien, hijo? ¿De verdad eres feliz?

Diego bajó la mirada y jugueteó con la taza. —Lucía es… intensa. Pero me quiere, mamá.

—¿Y tú te quieres a ti mismo?

No respondió. Lucía apareció en ese momento y se lo llevó casi a rastras diciendo que tenían prisa.

Empecé a notar cómo mi entorno también cambiaba. Mis amigas del barrio comentaban entre susurros: “Dicen que Lucía no le deja ni respirar”, “Tu hijo parece otro desde que está con ella”. Yo asentía en silencio, incapaz de defender una situación que ni yo misma comprendía.

Una noche, tras una discusión especialmente dura con Antonio —él insistía en que debíamos dejar a Diego vivir su vida— me encerré en mi habitación y busqué fotos antiguas: Diego en la playa de Benidorm con su cubo azul; Diego disfrazado de pirata en Carnaval; Diego abrazándome el día que aprobó Selectividad. ¿En qué momento se había roto ese hilo invisible entre madre e hijo?

El punto de inflexión llegó un domingo lluvioso. Diego apareció solo en casa, empapado y con los ojos rojos.

—No puedo más, mamá —susurró al entrar—. Lucía… no me deja veros, no me deja salir solo, controla mis mensajes…

Le abracé fuerte, sintiendo su cuerpo temblar como cuando era niño y tenía pesadillas.

—Hijo mío, siempre tendrás esta casa —le dije—. Pero tienes que decidir tú qué vida quieres vivir.

Esa noche cenamos los tres juntos por primera vez en meses. Antonio le sirvió vino y le habló como a un adulto: “Nadie puede vivir bajo la sombra de otro”.

Diego se quedó unos días con nosotros. Lucía le llamaba sin parar; al principio él contestaba nervioso, luego dejó el móvil apagado. Hablamos mucho: de su infancia, de sus sueños, de lo que esperaba del futuro. Le vi llorar y reír como hacía años no lo hacía.

Finalmente decidió volver con Lucía para hablarlo todo cara a cara. No sé qué ocurrió exactamente esa noche; solo sé que al día siguiente recibí un mensaje: “Gracias por no soltarme nunca”.

Hoy Diego vive solo en un pequeño piso cerca del Retiro. Nos vemos cada semana para comer tortilla de patatas y hablar de todo menos del pasado. A veces pienso si podría haber hecho algo diferente para evitar tanto dolor.

¿De verdad fallé como madre? ¿O simplemente los hijos tienen que aprender a volar aunque se equivoquen? ¿Vosotros qué haríais si vuestro hijo estuviera bajo la sombra de alguien así?