Bajo las estrellas de Misiones: secretos, amor y traición a los 62 años

—¿Por qué no le dijiste la verdad, Ernesto? —La voz de su hermana, Marta, atravesó la noche como un cuchillo. Yo estaba en la cocina, lavando las tazas del mate, cuando sus palabras me helaron la sangre. Me detuve, el agua corriendo sobre mis manos temblorosas, y escuché sin querer.

—No quiero hacerle daño, Marta. Después de todo lo que ha pasado… —respondió Ernesto, con ese tono cansado que sólo usaba cuando hablaba de su pasado.

No quise escuchar más, pero mis pies no se movieron. El corazón me latía tan fuerte que pensé que iban a oírme desde el otro lado de la casa. ¿De qué verdad hablaban? ¿Qué secreto podía ser tan grave como para ocultarlo después de tantos meses juntos?

Me llamo Graciela Fernández. Nací y crecí en Posadas, Misiones, entre el calor húmedo y los susurros del monte. Mi vida nunca fue fácil: me casé joven, tuve dos hijos que se fueron a Buenos Aires buscando futuro, y enviudé a los 50. Desde entonces, la soledad fue mi única compañera, hasta que conocí a Ernesto en la feria del pueblo.

Él era distinto a los hombres que había conocido: callado, amable, con una tristeza en los ojos que me recordaba a mí misma. Nos enamoramos despacio, como quien aprende a caminar de nuevo después de una caída. Mis amigas se reían: “¡Graciela, a tu edad! ¿No te da miedo volver a empezar?” Pero yo sentía que por fin la vida me daba una segunda oportunidad.

Esa noche, después de escuchar la conversación entre Ernesto y Marta, todo cambió. Me fui a la cama fingiendo sueño, pero el insomnio me devoró hasta el amanecer. Recordé cada gesto de Ernesto, cada silencio, cada vez que evitó hablar de su familia o del pasado. ¿Qué podía estar ocultándome?

Al día siguiente, mientras desayunábamos bajo el alero de la galería, lo miré a los ojos y sentí un nudo en la garganta.

—¿Hay algo que quieras contarme? —pregunté, tratando de sonar casual.

Ernesto bajó la mirada y jugó con la cuchara en su café.

—Graciela… Hay cosas que es mejor dejar en el pasado.

—No para mí —le interrumpí—. No después de todo lo que hemos compartido.

Suspiró largo y hondo. El silencio entre nosotros se hizo tan denso como la niebla sobre el Paraná.

—Hace muchos años —empezó— cometí errores. Cosas de las que no estoy orgulloso. Me fui de mi casa dejando a mi familia atrás… Mi hermana fue la única que nunca me juzgó.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

—¿Tenés hijos? —pregunté, temiendo la respuesta.

Asintió con lágrimas en los ojos.

—Dos. Como vos. Pero nunca volví a buscarlos. No sé si podrían perdonarme.

Me quedé muda. Pensé en mis propios hijos, en las veces que discutimos y nos distanciamos, pero siempre volvimos a encontrarnos. ¿Cómo puede un padre abandonar así?

Esa tarde salí a caminar por el monte para ordenar mis pensamientos. El canto de los pájaros no lograba calmar mi angustia. Recordé las palabras de mi madre: “La vida siempre te pone pruebas cuando menos lo esperás”. ¿Era esta mi prueba?

Durante días evité a Ernesto. Él intentaba acercarse, pero yo no podía mirarlo sin sentir dolor y rabia. Marta vino a buscarme una tarde.

—Graciela —me dijo con voz suave—, sé que estás dolida. Pero mi hermano ha sufrido mucho. No es malo… sólo tiene miedo.

—¿Miedo de qué? —le pregunté casi gritando— ¿De enfrentar su pasado? ¿De perderme?

Marta me abrazó y lloramos juntas bajo las estrellas. Me contó cómo Ernesto había caído en la bebida después de perder su trabajo en la fábrica yerbatera; cómo su esposa lo echó y él se fue sin mirar atrás. Me habló del dolor de una familia rota por el silencio y el orgullo.

Esa noche volví a casa y encontré a Ernesto sentado en la galería, mirando el cielo estrellado.

—¿Por qué nunca me lo contaste? —le pregunté con voz quebrada.

—Tenía miedo de perderte —susurró—. Sos lo mejor que me pasó desde hace años.

Me senté a su lado y lloramos juntos por todo lo perdido y lo que aún podíamos salvar.

Los días siguientes fueron difíciles. La gente del pueblo empezó a murmurar: “¿Viste lo de Graciela y Ernesto? Dicen que él tiene otra familia…” Las miradas pesaban más que las palabras. Mis amigas dejaron de visitarme; incluso mi hermana Lucía me llamó desde Oberá para decirme: “Cuidate, Graciela. No te metas en problemas a esta edad”.

Pero yo ya no era la misma mujer temerosa de antes. Decidí buscar a los hijos de Ernesto. Con ayuda de Marta, logré contactarlos por Facebook. Al principio no quisieron saber nada; después aceptaron hablar conmigo por videollamada.

—¿Por qué quiere usted ayudarnos? —me preguntó Mariana, la hija mayor de Ernesto— Él nos abandonó cuando más lo necesitábamos.

No supe qué responderle. Sólo pude decir:

—Nadie puede borrar el pasado, pero todos merecemos una segunda oportunidad.

Después de muchas charlas y lágrimas compartidas, Mariana aceptó venir al pueblo con su hermano menor, Pablo. El reencuentro fue tenso; Ernesto apenas podía mirarlos a los ojos. Pero cuando Pablo lo abrazó llorando como un niño, sentí que algo se rompía y se reconstruía al mismo tiempo.

La vida en la pequeña comunidad nunca volvió a ser igual. Algunos siguieron juzgándonos; otros nos apoyaron en silencio. Aprendí que el amor no es sólo alegría y compañía: también es dolor, perdón y valentía para enfrentar lo que más tememos.

Hoy, mientras escribo esto bajo las mismas estrellas que fueron testigo de mi dolor y mi esperanza, me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos pasar la felicidad por miedo al qué dirán o al peso del pasado? ¿Vale la pena renunciar al amor por temor a equivocarnos otra vez?

¿Y ustedes? ¿Se animarían a perdonar y volver a empezar cuando ya parece tarde?