Burbujas en la Calle: Una Noche que Cambió mi Vida

—¡Corre, Lucía, que viene la poli!— gritó Sergio, mientras empujábamos la bañera vieja por la acera, riendo como locos. El agua salpicaba y la espuma se desbordaba, cubriendo el asfalto de burbujas que brillaban bajo las farolas. Nunca pensé que una noche tan absurda pudiera cambiarlo todo.

Era viernes y, como siempre, no teníamos dinero para salir. Así que a Paula se le ocurrió la genialidad: “¿Y si hacemos una fiesta en la calle? Pero no una cualquiera… ¡una fiesta en bañera!” Todos nos miramos, dudando. Pero cuando Paula se pone algo en la cabeza, es imposible decirle que no. Así que allí estábamos: Sergio, Paula, Marta, Rubén y yo, Lucía, arrastrando esa bañera oxidada desde el trastero de mi abuela hasta la esquina de la calle Arroyo del Olivar.

—¿Y si nos ve mi madre?— susurré, mirando de reojo el portal.

—Relájate, Lucía. Hoy somos libres— dijo Marta, dándome un empujón cómplice.

Llenamos la bañera con cubos de agua caliente y litros de gel barato. Pronto la espuma nos cubría hasta las rodillas y las risas eran imparables. Los vecinos nos miraban desde las ventanas, algunos reían, otros negaban con la cabeza. Unos chavales grababan vídeos para TikTok y yo sentía esa mezcla de vergüenza y euforia que solo se tiene a los veinte años.

Pero entonces todo cambió. Paula sacó una botella de vino barato y empezamos a hablar de cosas más profundas. Rubén, siempre callado, soltó de repente:

—¿Alguna vez habéis sentido que no encajáis ni en vuestra propia familia?

El silencio cayó como un jarro de agua fría. Yo tragué saliva. Mi familia era un campo de minas: mi madre controladora, mi padre ausente desde el divorcio, mi abuela criticando todo lo que hago… Siempre sentí que era el pegamento invisible entre todos, pero nadie parecía verlo.

—A veces pienso que si desapareciera nadie lo notaría— confesé sin querer.

Paula me miró con esos ojos grandes suyos, llenos de rabia y ternura a la vez.

—Eso no es verdad, tía. Yo te necesito aquí. Todos te necesitamos— dijo, abrazándome con fuerza.

Pero Sergio bufó:

—Venga ya, ¿ahora nos ponemos intensos? Si estamos aquí es porque fuera todo es una mierda.

Marta le lanzó una mirada fulminante.

—No seas imbécil. Si no te gusta, vete.

Sergio se levantó de la bañera y se fue calle abajo, empapado y furioso. El resto nos quedamos en silencio unos segundos. Yo sentí un nudo en el estómago; Sergio siempre había sido el alma del grupo, pero últimamente estaba raro, distante.

Rubén rompió el silencio:

—Mi padre me ha echado de casa. Dice que soy un inútil por no encontrar curro. No sé qué voy a hacer.

Marta le cogió la mano. Paula empezó a llorar. Yo solo podía pensar en mi madre, en cómo me grita cada vez que llego tarde o saco malas notas en la uni. En cómo me siento invisible en mi propia casa.

De repente, escuchamos sirenas a lo lejos. Alguien había llamado a la policía. Paula se puso en pie:

—¡Venga, chicos! ¡A recoger!—

Pero yo no me moví. Me quedé sentada en la bañera, temblando. No quería volver a casa. No quería enfrentarme a otra bronca ni fingir que todo iba bien.

La policía llegó y nos pidió los DNI. Los vecinos miraban desde las ventanas como si fuéramos delincuentes peligrosos.

—¿Qué hacéis aquí montando este espectáculo?— preguntó uno de los agentes.

Paula intentó explicar:

—Solo queríamos divertirnos un rato… No hacemos daño a nadie.

El agente suspiró.

—Os vais a casa ya mismo o llamo a vuestros padres.

Nos fuimos recogiendo todo entre susurros y miradas tristes. Cuando llegué al portal de mi casa, Paula me abrazó fuerte.

—No estás sola, Lucía. Mañana te llamo.—

Subí las escaleras despacio, con el pelo aún mojado y olor a jabón barato pegado a la piel. Mi madre me esperaba en el salón con los brazos cruzados.

—¿Dónde estabas? ¿Por qué hueles así? ¿Otra vez con esa panda de locos?

No contesté. Solo subí a mi cuarto y me tumbé en la cama, mirando el techo. Pensé en Rubén durmiendo en el sofá de un colega, en Sergio caminando solo por Madrid, en Paula intentando ser fuerte para todos… Y pensé en mí misma, sintiéndome cada vez más pequeña e insignificante.

Esa noche lloré como hacía años que no lloraba. Pero también sentí algo nuevo: una rabia tranquila, una necesidad de cambiar algo. De dejar de fingir que todo está bien cuando no lo está.

Al día siguiente Paula me escribió: “¿Desayuno en tu portal?”

Bajé y allí estaban todos menos Sergio. Nos sentamos en el bordillo con café y bollos baratos del chino de la esquina. Hablamos poco pero nos miramos mucho. Sabíamos que algo había cambiado entre nosotros.

Esa bañera llena de burbujas fue nuestro grito desesperado por sentirnos vivos en un mundo que parece ignorarnos. Fue ridículo y hermoso a la vez. Y aunque sé que nada será igual después de aquella noche, también sé que no quiero volver a sentirme invisible nunca más.

¿Alguna vez habéis sentido que hacéis locuras solo para recordar que estáis vivos? ¿O que necesitáis romper las reglas para encontrar vuestro sitio? Yo sí… ¿y vosotros?