Cambios que duelen: La historia de Marta Jiménez
—¡Marta, ahí va la divorciada! —escuché el susurro venenoso de Doña Rosa apenas crucé la puerta del edificio. No me detuve. Levanté la barbilla, apreté el bolso contra mi costado y caminé directo hacia la calle, ignorando las miradas que me atravesaban como cuchillos. El cielo de Ciudad del Este estaba encapotado, y el aire olía a lluvia y a secretos mal guardados.
No era la primera vez que sentía esos ojos clavados en mi espalda. Desde que me separé de Julián, mi vida se volvió un desfile de juicios silenciosos y comentarios disfrazados de preocupación. «¿Y tus hijos?», «¿Cómo vas a salir adelante sola?», «Una mujer sin marido no es nada aquí». Palabras que se repetían en las bocas de mis vecinas, en los pasillos del mercado, incluso en la mesa de mi propia madre.
—Mamá, no puedo seguir así —le dije una noche, sentada en la cocina mientras ella revolvía el guiso—. No soy feliz con Julián. No quiero que mis hijos crezcan viendo cómo nos gritamos todos los días.
Ella suspiró, sin mirarme.
—En esta vida, hija, uno aguanta. Así nos criaron. ¿Qué va a decir la gente?
—¿Y qué importa lo que diga la gente si yo me estoy muriendo por dentro?
Mi madre no respondió. Solo siguió revolviendo el guiso, como si pudiera mezclar mis problemas con las papas y el arroz hasta que desaparecieran.
La decisión de irme fue como saltar al vacío. Empaqué mis cosas una madrugada, mientras Julián dormía borracho en el sillón. Mis hijos, Lucía y Mateo, apenas entendían lo que pasaba. «¿Por qué nos vamos, mamá?», preguntó Lucía con los ojos grandes y asustados. «Porque merecemos ser felices», le respondí, aunque yo misma no estaba segura de saber cómo se sentía eso.
El barrio nunca me perdonó. En la panadería, Doña Rosa me miraba con lástima disfrazada de desprecio. En la escuela, las otras madres cuchicheaban cuando iba a buscar a los chicos. Hasta mi hermana menor, Verónica, me evitaba.
—No quiero que la gente piense mal de mí por tu culpa —me dijo una tarde, cruzándose de brazos—. Ya bastante tengo con mis propios problemas.
Me dolió más de lo que quise admitir. Pero seguí adelante. Conseguí trabajo limpiando casas y vendiendo empanadas en la esquina. Había días en que no tenía ni para el colectivo, pero nunca dejé que mis hijos lo notaran.
Una tarde lluviosa, mientras esperaba bajo el techo oxidado del paradero, escuché a dos vecinas hablando detrás de mí.
—Dicen que Marta anda con un hombre casado ahora —dijo una.
—¡Qué vergüenza! Y con dos hijos… —respondió la otra.
Sentí cómo me ardían las mejillas. No era cierto, pero en ese momento entendí que para ellas nunca iba a ser suficiente. Siempre iban a encontrar algo para señalarme con el dedo.
Esa noche, cuando llegué a casa empapada y agotada, Lucía me abrazó fuerte.
—No llores, mamá —me dijo—. Yo te quiero mucho.
Me arrodillé frente a ella y le acaricié el pelo mojado.
—Gracias, mi amor. Vos y tu hermano son mi fuerza.
Con el tiempo, aprendí a ignorar los chismes. Empecé a estudiar por las noches para terminar la secundaria. Soñaba con conseguir un trabajo mejor, con poder alquilar un departamento donde mis hijos tuvieran su propio cuarto y no tuviéramos que compartir cama los tres.
Pero los problemas no tardaron en volver. Una tarde, Julián apareció borracho en la puerta del edificio.
—¡Marta! ¡Salí! ¡Quiero ver a mis hijos! —gritaba mientras los vecinos se asomaban por las ventanas.
Lucía se escondió detrás mío y Mateo empezó a llorar.
—Andate, Julián —le dije desde el portón—. No podés venir así.
Él golpeó la reja con fuerza.
—¡Sos una cualquiera! ¡Me quitaste a mis hijos!
Los vecinos murmuraban entre ellos. Algunos grababan con sus celulares. Sentí una mezcla de vergüenza y rabia.
Esa noche no pude dormir. Pensé en irme del barrio, empezar de cero en otro lugar donde nadie supiera mi historia. Pero no tenía dinero ni fuerzas para mudarme otra vez.
Al día siguiente, fui al mercado con Lucía y Mateo. Mientras elegía tomates, Doña Rosa se acercó con su sonrisa falsa.
—¿Cómo están tus chicos? —preguntó—. Pobrecitos… sin papá.
La miré directo a los ojos.
—Tienen madre. Y eso es suficiente.
Por primera vez sentí que no tenía miedo de enfrentarla.
Poco a poco empecé a notar pequeños cambios. Algunas vecinas dejaron de mirarme con tanto desprecio. Una tarde, Doña Carmen me invitó un mate mientras barríamos la vereda.
—No es fácil ser mujer sola en este país —me dijo—. Pero vos sos valiente, Marta.
Sentí un nudo en la garganta. Nadie me había dicho eso antes.
Conseguí un trabajo mejor en una tienda del centro gracias a una amiga del curso nocturno. Empecé a ahorrar para mudarnos a un lugar más digno. Mis hijos mejoraron en la escuela y yo terminé la secundaria con honores.
Pero todavía había días difíciles. Días en que sentía el peso del mundo sobre mis hombros y dudaba si había hecho lo correcto al dejar a Julián y desafiar las reglas del barrio y de mi propia familia.
Una noche, mientras cenábamos los tres juntos en nuestra pequeña cocina, Lucía me miró y dijo:
—Mamá, ¿vos sos feliz ahora?
Me quedé callada unos segundos antes de responderle:
—Estoy aprendiendo a serlo, hija. Y eso ya es mucho más de lo que tenía antes.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo siguen callando sus sueños por miedo al qué dirán? ¿Cuándo vamos a dejar de juzgarnos entre nosotras y empezar a apoyarnos? ¿No merecemos todas una oportunidad para ser felices?