Carta a la Otra: Cinco Años Después, Solo Eres un Mal Recuerdo

—¿Te crees mejor que yo, Lucía? —La voz de Carmen retumbó en la cocina, rompiendo el silencio de la tarde. Yo, con las manos aún húmedas del agua jabonosa, me quedé paralizada. Mi madre, sentada en la mesa camilla, me miraba con esos ojos suyos que todo lo ven y todo lo juzgan.

—No, mamá. Solo quiero entender por qué —respondí, tragando saliva, sintiendo cómo el nudo en la garganta me ahogaba.

Cinco años han pasado desde aquella tarde en la que descubrí el mensaje. Cinco años desde que mi mundo se vino abajo en este mismo pueblo de Castilla donde todos se conocen y nadie olvida. Recuerdo perfectamente el olor a café recién hecho, el sonido de los niños jugando en el patio y el temblor en mis manos al leer: “Te echo de menos. No aguanto más sin verte”. Era tu número, aunque nunca tuve el valor de guardar tu nombre.

No sé si alguna vez pensaste en mí, en mis hijos, en lo que significaba para una mujer como yo —madre, esposa, hija de agricultores— perderlo todo de golpe. Porque sí, perdiste tú también, aunque no lo quieras admitir. Pero yo… yo perdí mucho más. Perdí la confianza en el hombre con el que compartí media vida y la fe en la bondad de las personas.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —me preguntó mi hermana Marta aquella noche, cuando le confesé entre lágrimas lo que había descubierto.

—No lo sé —susurré—. No sé si tengo fuerzas para quedarme ni para irme.

La noticia corrió como la pólvora por el pueblo. Las miradas en la panadería, los susurros en la plaza, las vecinas que dejaban de saludarme o lo hacían con una compasión que dolía más que cualquier insulto. Mi hijo mayor dejó de hablarme durante semanas; mi hija pequeña lloraba por las noches preguntando por su padre. Y tú… tú seguías paseando por las calles como si nada, con esa sonrisa tuya tan segura.

Recuerdo una tarde en la que te vi salir del supermercado. Llevabas una bolsa con naranjas y pan, y te detuviste a hablar con una amiga común. Yo estaba al otro lado de la calle, temblando de rabia e impotencia. Quise gritarte, insultarte, decirte todo lo que me habías robado. Pero no lo hice. Me tragué las palabras y seguí caminando.

Mi marido volvió a casa dos meses después. Suplicó perdón, lloró como nunca le había visto llorar. Me prometió que todo había terminado contigo, que solo quería recuperar a su familia. Yo no sabía si creerle o no. ¿Cómo se reconstruye algo tan roto? ¿Cómo se vuelve a confiar?

Las noches eran eternas. Me despertaba sudando frío, imaginando vuestras conversaciones, vuestros encuentros secretos en aquel piso de alquiler en Ávila. Me preguntaba si alguna vez pensaste en mis hijos cuando te acostabas con él. Si alguna vez sentiste culpa o solo placer.

Un día decidí escribirte una carta. No para enviártela —jamás te daría ese poder— sino para vaciarme por dentro. Te llamé “la otra”, porque ni siquiera podía pronunciar tu nombre sin sentir náuseas.

“Eres solo un mal recuerdo”, escribí. “Una sombra que se cuela en mis pesadillas pero que ya no tiene poder sobre mí”.

Poco a poco fui reconstruyendo mi vida. Volví a trabajar en la tienda de mi tía Rosa, aunque al principio nadie quería mirarme a los ojos. Aprendí a sonreír otra vez, aunque fuera por mis hijos. Mi marido y yo fuimos a terapia —algo impensable para gente como nosotros— y aunque nunca volví a ser la misma, aprendí a perdonar. No por él ni por ti, sino por mí misma.

A veces me pregunto si alguna vez te arrepentiste. Si alguna noche te despertaste pensando en el daño que causaste o si simplemente seguiste adelante buscando otro hombre casado al que seducir. Aquí, en este pueblo donde todos saben todo de todos, tu nombre sigue siendo un susurro venenoso en las esquinas.

Hace poco te vi en la feria del pueblo. Ibas sola, con la cabeza alta pero los ojos cansados. Nadie te saludaba ya; eras solo un mal recuerdo para todos nosotros. Me miraste un segundo y apartaste la vista. En ese momento supe que habías perdido mucho más de lo que yo imaginaba.

Hoy escribo esta carta no para ti, sino para mí misma. Para recordarme que sobreviví a lo peor y que sigo aquí, entera aunque llena de cicatrices.

¿Alguna vez pensaste en las vidas que destrozaste? ¿O solo fuiste una sombra más en la historia de tantas mujeres como yo?

Quizá nunca tenga respuesta… pero al menos ahora puedo mirar atrás sin miedo y decir: ya no eres más que un mal recuerdo.