Carta a un desconocido: La voz de una madre española

—¡Vete a jugar a otro lado, monstruo!—. La voz retumbó en el parque como un trueno inesperado. Me giré, helada, y vi a Mateo, mi hijo de siete años, parado frente a un niño mayor y a un hombre que, con gesto despectivo, lo miraba como si fuera invisible. Mi corazón se encogió. Mateo, con sus rizos oscuros y su sonrisa luminosa, no entendía por qué le decían eso.

—Mamá, ¿por qué ese señor me llama monstruo?— me preguntó, con los ojos grandes llenos de confusión. Sentí una mezcla de rabia y tristeza tan intensa que tuve que respirar hondo para no romperme delante de él.

No era la primera vez que pasaba algo así. Desde que nació Mateo, la vida en nuestro barrio de Alcorcón había sido una montaña rusa de emociones. Había vecinos que nos miraban con ternura, otros con lástima y algunos, como ese hombre del parque, con desprecio. Pero nunca me había sentido tan impotente como en ese instante.

Esa noche, mientras le daba las buenas noches a Mateo y le acariciaba la frente, no pude evitar llorar en silencio. Mi marido, Sergio, intentó consolarme:

—Gianna, no puedes protegerle de todo…

—Pero sí puedo enseñarle a defenderse— respondí, con la voz rota pero decidida.

Me levanté de la cama y fui directa al escritorio. Saqué papel y bolígrafo. Necesitaba hacer algo más que llorar. Necesitaba hablarle al mundo, aunque fuera a través de una carta dirigida a ese desconocido cruel.

«A usted, que hoy llamó monstruo a mi hijo:

Quizá no sepa lo que es amar a alguien con toda el alma y temer cada día por su felicidad. Quizá nunca ha sentido el miedo de que el mundo sea injusto con quien más quiere. Mi hijo Mateo tiene síndrome de Down. No es un monstruo. Es un niño que ama los columpios, las canciones de Sabina y los abrazos largos. Es mi vida entera.

Hoy le gritó desde su ignorancia. Pero yo le escribo desde el amor. Porque quiero creer que todavía podemos aprender unos de otros. Que aún hay esperanza para la empatía en este país donde a veces nos olvidamos de mirar al otro con humanidad…»

La carta siguió fluyendo entre lágrimas y rabia contenida. Al día siguiente la publiqué en el grupo de WhatsApp del colegio y en mis redes sociales. No esperaba nada. Solo necesitaba sacar ese dolor de dentro.

Lo que ocurrió después me desbordó. Al principio llegaron mensajes de apoyo: madres del colegio, vecinos del bloque, incluso la profesora de música de Mateo. Pero también hubo comentarios hirientes:

—No deberías exponer tanto a tu hijo— escribió Carmen, una madre del AMPA.

—Esto es victimismo barato— soltó un tal Luis en Facebook.

Me dolió, pero también me hizo más fuerte. Porque por cada comentario cruel había diez personas que compartían su propia historia: padres con hijos diferentes, abuelos que recordaban viejas heridas, adolescentes que confesaban haber sido acosados en el instituto.

Una tarde recibí una llamada inesperada. Era Lucía, la directora del colegio:

—Gianna, he leído tu carta. ¿Te gustaría venir a hablar con los alumnos sobre inclusión?

Sentí miedo y orgullo al mismo tiempo. ¿Sería capaz? ¿Me temblaría la voz? Pero pensé en Mateo y acepté.

La charla fue un torbellino de emociones. Hablé de Mateo, de sus logros y sus luchas. De cómo cada mirada rara en la calle era una herida invisible. De cómo las palabras pueden construir o destruir.

Al final levantó la mano una niña rubia:

—¿Por qué hay gente que insulta a los niños diferentes?

No supe qué responderle sin romperme. Solo pude decir:

—Porque tienen miedo a lo que no entienden. Pero si aprendemos a mirar con el corazón, ese miedo desaparece.

A partir de ese día algo cambió en el barrio. Los padres empezaron a organizar juegos inclusivos en el parque; los niños invitaban a Mateo a sus cumpleaños; incluso vi al hombre del insulto apartar la mirada avergonzado cuando nos cruzamos por la calle.

Pero no todo fue fácil. Sergio y yo discutimos más de una vez por la sobreexposición de Mateo:

—No quiero que crezca sintiéndose diferente todo el tiempo— me decía él.

—No quiero que crezca pensando que debe esconderse— le respondía yo.

Las noches eran largas y llenas de dudas. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿Le estaba dando a Mateo herramientas para ser fuerte o solo le estaba exponiendo al dolor?

Un día Mateo llegó del colegio con una nota arrugada:

«Mateo es mi amigo porque siempre me hace reír».

Era de Pablo, un niño tímido que nunca se había atrevido a hablarle antes. Lloré otra vez, pero esta vez de alegría.

Hoy sigo escribiendo cartas. Algunas las publico; otras se quedan en mi cajón. Pero todas tienen el mismo mensaje: la diferencia no es un defecto, es una oportunidad para aprender.

A veces me pregunto si algún día dejarán de mirar raro a mi hijo por la calle. Si España será realmente inclusiva o solo lo aparenta cuando hay cámaras delante. Pero mientras tanto, seguiré luchando por él.

¿Hasta cuándo tendremos que escribir cartas para defender lo obvio? ¿Cuándo aprenderemos a mirar más allá de las apariencias? ¿Qué haríais vosotros si fuerais yo?