Cartas a un padre ausente: Mi verdad entre botellas vacías
—¡No me mires así, Lucía! —gritó mi padre, tambaleándose en el umbral de la cocina, con la botella de vino aún medio llena en la mano.
Tenía catorce años y ya sabía que esa mirada suya, perdida y vidriosa, era el preludio de otra noche larga. Mi madre, Carmen, estaba sentada en la mesa, con las manos apretadas sobre el delantal, como si pudiera contener así las ganas de llorar. Yo solo quería desaparecer, fundirme con las baldosas frías del suelo.
En mi pueblo, todos sabían lo de mi padre. Nadie decía nada. El bar de Julián era su segunda casa y la vergüenza, la nuestra. Recuerdo que una vez, en la tienda de Paqui, escuché a dos vecinas cuchichear:
—La pobre Lucía… con ese padre…
Me ardieron las mejillas. Quise gritarles que no era culpa mía, que yo también sufría cada vez que él llegaba tarde, cada vez que rompía un vaso o se dormía en el sofá mientras la televisión seguía encendida hasta el amanecer.
Pero nunca dije nada. Hasta que la profesora de Lengua nos pidió escribir una carta sobre algo que nos doliera. Esa noche, mientras mi padre roncaba en el sillón y mi madre fregaba los platos en silencio, me senté en mi cuarto y empecé a escribir:
“Querido papá: No sé si alguna vez leerás esto. No sé si te acuerdas de cómo era antes de que el vino te robara las tardes y las risas. Yo sí me acuerdo. Me acuerdo de cuando me llevabas al parque los domingos y me comprabas un helado de limón. Me acuerdo de tu risa fuerte, de tus cuentos inventados antes de dormir. Ahora solo me quedan tus silencios y tus promesas rotas…”
Las palabras salieron solas, como si toda la rabia y la tristeza que llevaba años guardando hubieran encontrado por fin una grieta por donde escapar. Lloré mientras escribía. Lloré por mí, por mi madre, por ese padre que ya no reconocía.
Al día siguiente entregué la carta sin pensar mucho. La profesora, doña Mercedes, me miró con esos ojos suyos tan serios y me pidió permiso para leerla en clase. Dudé, pero asentí. Cuando terminó de leerla, nadie dijo nada durante un buen rato. Luego vi a Marta limpiarse una lágrima y a Sergio apretar los puños bajo la mesa.
No sé cómo, pero la carta acabó circulando por todo el instituto. Alguien la subió a internet y pronto empezaron a llegar mensajes de otras chicas y chicos contando historias parecidas: padres ausentes, madres tristes, familias rotas por el alcohol o por otras adicciones.
Una tarde, al volver del instituto, encontré a mi madre llorando en la cocina. Sobre la mesa estaba la carta impresa.
—¿Por qué lo has hecho? —me preguntó con voz rota—. ¿Por qué has contado nuestros problemas a todo el mundo?
No supe qué decirle. Solo pude abrazarla y pedirle perdón. Pero dentro de mí sentí algo parecido al alivio. Por fin alguien sabía lo que pasaba en nuestra casa.
Esa noche mi padre llegó antes de lo habitual. Parecía más sobrio que otras veces. Se sentó frente a mí y me miró largo rato.
—He leído tu carta —dijo al fin—. No sabía que te dolía tanto…
No contesté. Tenía miedo de romper ese momento frágil con una palabra equivocada.
—Voy a intentar cambiar —añadió—. Por ti. Por tu madre. Por mí.
No le creí del todo. Ya había escuchado promesas parecidas antes. Pero esa noche no bebió. Y al día siguiente tampoco.
No fue fácil. Hubo recaídas, gritos, portazos y noches en vela. Pero poco a poco las botellas empezaron a desaparecer del armario donde las escondía. Mi madre volvió a sonreír alguna mañana y yo aprendí a confiar un poco más.
La carta siguió circulando por internet y llegaron periodistas al pueblo queriendo entrevistarme. Algunos decían que era valiente; otros, que había traicionado a mi familia exponiendo nuestra intimidad. Yo solo sabía que había hecho lo único que podía para no ahogarme en el silencio.
A veces pienso en todas las Lucías que hay en España, en todos esos niños y niñas que crecen entre gritos ahogados y promesas vacías. ¿Cuántos se atreven a romper el silencio? ¿Cuántos siguen esperando una palabra de consuelo?
Hoy mi padre lleva casi un año sin beber. No somos una familia perfecta; aún hay heridas que tardarán en cerrar. Pero cada día es una pequeña victoria.
¿Y vosotros? ¿Creéis que es mejor callar para proteger a los tuyos o hablar aunque duela? ¿Cuántos secretos guardan las casas cuando cae la noche?