Cartas bajo la lluvia: El secreto de mi madre

—¿Por qué nunca me lo contaste, mamá? —mi voz temblaba mientras sostenía las cartas, el papel amarillento empapado por mis lágrimas y la lluvia que se colaba por la ventana abierta del desván.

Era una tarde de octubre, de esas en las que Madrid parece llorar contigo. Había subido al desván de la abuela buscando unas fotos para el aniversario de mis padres. Entre cajas polvorientas y mantas viejas, encontré una caja de madera con mi nombre escrito en una esquina. Dentro, atadas con una cinta azul descolorida, estaban las cartas. No eran para mí, sino para mi madre, Lucía. El remitente: Andrés.

No conocía a ningún Andrés en la vida de mi madre. Mi padre, Enrique, siempre fue el único nombre que escuché en casa. Pero esas cartas… Eran apasionadas, llenas de promesas y despedidas. La primera empezaba así:

«Mi querida Lucía,
Hoy el cielo de Madrid está tan gris como el día que partí. No sé cuándo podré volver, pero cada noche sueño con tu risa y tus manos cálidas…»

Leí una tras otra, sintiendo cómo el mundo que conocía se desmoronaba. Andrés hablaba de la dictadura, de miedo y esperanza, de un amor imposible por culpa de las familias y las diferencias políticas. Mi madre tenía apenas veinte años cuando escribió esas respuestas, llenas de dudas y deseo. Descubrí que Andrés era hijo de un sindicalista perseguido por el régimen franquista, mientras que mi abuelo había sido militar leal al régimen. Un amor condenado antes de empezar.

Bajé corriendo las escaleras, las cartas apretadas contra el pecho. Mi madre estaba en la cocina, preparando lentejas como cada jueves. Me miró sorprendida al verme tan alterado.

—¿Qué te pasa, hijo?

—¿Quién era Andrés? —pregunté sin rodeos.

El silencio se hizo espeso. Mi madre dejó caer la cuchara y se apoyó en la encimera. Sus ojos se llenaron de lágrimas que nunca antes le había visto derramar.

—No tenía pensado que lo supieras así —susurró—. Andrés fue… fue mi primer amor. El amor de mi vida.

Me senté frente a ella, incapaz de articular palabra. Ella empezó a hablar, como si al fin pudiera soltar un peso que llevaba décadas cargando.

—Nos conocimos en la universidad, en plena transición. Él era valiente, soñador… pero su apellido era peligroso. Tu abuelo jamás lo habría permitido. Cuando lo detuvieron por repartir panfletos, supe que no volvería a verlo. Me casé con tu padre porque era lo correcto… pero nunca dejé de pensar en Andrés.

La rabia y la tristeza se mezclaron dentro de mí. ¿Toda mi vida había sido una mentira? ¿Era yo el resultado de una elección forzada?

—¿Y papá? ¿Él lo sabe?

—No —dijo bajando la mirada—. Enrique es un buen hombre. Me ha querido siempre… pero yo nunca fui completamente suya.

Durante días no pude dormir. Miraba a mi padre y sentía culpa por saber algo que él ignoraba. Miraba a mi madre y veía a una mujer rota por dentro, obligada a enterrar sus sueños para sobrevivir en una España que no perdonaba los errores.

Un domingo decidí enfrentar a mi padre. Estábamos viendo el partido del Atlético en el salón cuando apagué la tele de golpe.

—Papá… ¿Tú sabías algo sobre Andrés?

Me miró confundido.

—¿Andrés? ¿Quién es ese?

Le conté todo. Las cartas, el amor prohibido, el dolor de mamá. Al principio no me creyó; luego vi cómo su rostro se endurecía.

—Siempre supe que tu madre guardaba secretos —dijo finalmente—. Pero yo también los tengo. Nadie sale ileso de esta familia.

Me contó que durante años él mismo había amado a otra mujer, pero eligió a mamá porque era lo correcto para ambos. Me di cuenta entonces de que todos arrastramos heridas invisibles, decisiones tomadas por miedo o por deber.

Las semanas siguientes fueron un infierno en casa. Mis padres apenas se hablaban; yo sentía que había destrozado la poca paz que quedaba entre ellos. Pero también vi cómo empezaban a mirarse con otros ojos: no como enemigos, sino como dos supervivientes de una época cruel.

Un día mi madre me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—Gracias por encontrarme, hijo. Gracias por dejarme llorar a Andrés después de tantos años.

Ahora entiendo que el pasado nunca desaparece; vive en nosotros, en nuestras decisiones y silencios. A veces pienso en Andrés y me pregunto cómo habría sido mi vida si él hubiera ganado esa batalla contra el destino.

¿De verdad conocemos a quienes amamos? ¿O todos llevamos cartas escondidas bajo la lluvia esperando ser leídas algún día?