Casi todo está bien: Entre el trabajo y el hogar, una vida al límite
—¿Otra vez te vas a quedar hasta tarde, Mariana? —La voz de Tomás suena lejana, como si hablara desde el otro lado del río Magdalena, donde la bruma del atardecer ya empieza a cubrir las calles de Barranquilla.
—Sí, amor. Hasta las once, tal vez más. Los proveedores no cumplieron y tengo que enviar los informes antes de medianoche —respondo mientras activo el altavoz y sigo tecleando frenéticamente un correo para el cliente más exigente de la fábrica de textiles.
El vaso de café frío tiembla al borde del escritorio. Siento un nudo en el estómago. Sé que Lucía, mi hija de siete años, ya debe estar preguntando por mí. Tomás guarda silencio unos segundos, y ese silencio pesa más que cualquier reproche.
—Bueno… aquí te esperamos —dice finalmente, pero su voz ya no es la misma. Cuelga antes de que pueda decirle que lo amo, que esto es solo por un tiempo, que pronto todo mejorará.
Pero llevo años repitiendo esas mismas promesas.
La oficina está casi vacía. Solo queda don Ernesto, el guardia nocturno, y yo. Afuera, los buses pasan llenos de gente cansada. Pienso en mi madre, en cómo me decía que una mujer debe ser fuerte y nunca depender de nadie. Pero nadie me advirtió lo difícil que sería sostenerlo todo: el trabajo, la casa, la maternidad… y mi propio corazón.
A las once y media salgo corriendo. El taxi huele a sudor y gasolina. El chofer me mira por el retrovisor.
—¿Día pesado, señora?
—Como todos —le respondo sin ganas de conversar.
Al llegar a casa, encuentro a Lucía dormida en el sofá con su uniforme escolar arrugado. Tomás está en la cocina lavando platos. Me mira sin decir nada. Yo tampoco sé qué decirle. Me siento a su lado y le tomo la mano.
—Perdón —susurro.
Él se encoge de hombros.
—No sé cuánto más vamos a aguantar esto, Mariana. Lucía te necesita. Yo también.
Me quedo callada. ¿Qué puedo decir? El sueldo apenas alcanza para pagar la hipoteca y los gastos médicos de mi mamá, que vive con nosotros desde que le diagnosticaron diabetes.
Al día siguiente, llego tarde a una reunión importante. El jefe, don Ramiro, me lanza una mirada dura.
—Mariana, tu desempeño ha bajado. Si no puedes con la carga, hay otras personas esperando tu puesto.
Siento rabia e impotencia. ¿Por qué siempre somos las mujeres las que tenemos que elegir? ¿Por qué nadie le pregunta a Tomás si puede con todo?
Esa noche discuto con Tomás. Él dice que debería buscar otro trabajo, uno con menos horas. Yo le grito que no entiende nada, que no hay empleos mejores para mujeres como yo, sin títulos universitarios ni contactos.
Lucía nos escucha desde el pasillo y rompe a llorar. Corro a abrazarla. Me siento la peor madre del mundo.
Los días pasan y la tensión crece. Mi mamá empieza a enfermarse más seguido. Lucía saca malas notas en la escuela. Tomás se encierra en sí mismo y yo me vuelvo una sombra en mi propia casa.
Un viernes cualquiera, recibo una llamada del colegio: Lucía se ha peleado con una compañera porque le dijo que «su mamá nunca va por ella». Siento un dolor agudo en el pecho. Salgo corriendo del trabajo sin pedir permiso.
En el patio del colegio, Lucía me abraza fuerte y llora desconsolada.
—¿Por qué nunca estás conmigo? —me pregunta entre sollozos.
No tengo respuesta. Solo puedo llorar con ella.
Esa noche, después de acostar a Lucía, me siento con Tomás en la terraza. El calor es sofocante y los mosquitos no dan tregua.
—No puedo más —le digo—. Siento que estoy fallando en todo: como madre, como esposa, como hija…
Tomás me abraza por primera vez en semanas.
—No estás sola —me dice—. Pero tenemos que buscar ayuda. No podemos seguir así.
Decidimos ir juntos a terapia familiar en el centro comunitario del barrio. Al principio me siento avergonzada: ¿qué van a pensar los vecinos si nos ven entrar ahí? Pero poco a poco empiezo a entender que pedir ayuda no es rendirse.
En las sesiones salen a flote viejas heridas: mi miedo al abandono, la presión de ser «la fuerte» de la familia, el resentimiento de Tomás por sentirse desplazado…
Lucía dibuja una casa con todos juntos y sonrientes. La psicóloga dice que aún estamos a tiempo de sanar.
Empiezo a delegar tareas en el trabajo y a poner límites claros con mi jefe. Tomás busca un empleo de medio tiempo para poder estar más con Lucía y ayudarme con mi mamá.
No es fácil. Hay días en los que todo parece desmoronarse otra vez. Pero ahora hablamos más, lloramos juntos si hace falta y celebramos cada pequeño logro: una cena en familia sin gritos, una tarde en el parque, una sonrisa de Lucía al verme llegar temprano al colegio.
A veces me pregunto si algún día podré dejar de sentir culpa por no ser perfecta. Si podré perdonarme por todas las veces que elegí mal o llegué tarde.
Pero hoy, mientras abrazo a mi hija y siento la mano cálida de Tomás sobre mi espalda, entiendo que casi todo está bien… aunque no sea perfecto.
¿Será que algún día aprenderemos a pedir ayuda sin sentir vergüenza? ¿Cuántas familias más estarán luchando en silencio como nosotros?