Cicatrices de la Traición

—¿Por qué lo hiciste, Julián? —mi voz temblaba, apenas un susurro, mientras sostenía el teléfono con una mano y apretaba la otra contra mi pecho, como si así pudiera contener el dolor que me atravesaba.

Él no respondió. El silencio en la cocina era tan denso como el calor húmedo de la tarde veracruzana. Afuera, los perros ladraban y una vecina gritaba a su hijo que dejara de jugar con el machete. Pero aquí dentro, en mi pequeño mundo, todo se había detenido.

Esa mañana había sido igual a todas: me levanté antes del amanecer, preparé café de olla y tortillas para Julián y los niños, y luego los vi salir rumbo al campo y a la escuela. Yo me quedé lavando los platos, barriendo el polvo que nunca termina de irse en este pueblo. Fue entonces cuando sonó el teléfono y escuché la voz de mi prima Camila, tan dulce como siempre, pero con algo raro en el tono.

—Vero, ¿puedes venir a mi casa? Es urgente —me dijo.

No imaginé nada fuera de lo común. Camila y yo crecimos juntas, compartimos secretos y hasta la ropa cuando éramos niñas. Caminé bajo el sol ardiente hasta su casa, pensando que tal vez su mamá se había puesto mala otra vez.

Pero cuando llegué, Camila estaba sentada en la sala, con los ojos rojos y las manos temblorosas. Me miró como si yo fuera una extraña.

—Perdóname, Vero —dijo de golpe—. No puedo más con esto. Julián y yo…

No necesitó decir más. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Todo lo que había sospechado en noches de insomnio —las miradas furtivas, las excusas tontas de Julián para ir al pueblo— cobraba sentido en ese instante.

—¿Desde cuándo? —pregunté, con la voz quebrada.

—Desde hace seis meses —contestó ella, bajando la mirada—. Fue un error… yo…

No quise escuchar más. Salí corriendo de su casa, tropezando con las piedras del camino, sintiendo que el aire me faltaba. Al llegar a casa, Julián ya estaba ahí, sentado en la mesa como si nada hubiera pasado.

—¿Por qué lo hiciste? —repetí ahora, con lágrimas corriéndome por las mejillas.

Él levantó la cabeza y me miró con esos ojos oscuros que tanto amé alguna vez.

—No sé… Me sentía solo, Vero. Tú siempre estás ocupada con los niños, la casa… Yo también tengo problemas —dijo él, como si eso justificara todo.

—¿Y yo? ¿Acaso no estoy sola también? ¿No ves cómo lucho cada día para que no nos falte nada? —le grité, sintiendo cómo la rabia desplazaba al dolor.

Los niños entraron corriendo en ese momento. Mariana, la mayor, tenía apenas diez años pero ya entendía demasiado. Me miró con miedo y abrazó a su hermano pequeño.

—¿Mamá? —preguntó en voz baja.

Me limpié las lágrimas y traté de sonreírles. No era su culpa. Nada de esto lo era.

Esa noche no pude dormir. Escuchaba a Julián moverse en la cama a mi lado, inquieto. Pensé en irme, en llevarme a los niños y buscar trabajo en la ciudad. Pero ¿a dónde iría? Aquí todos me conocen; aquí están enterrados mis padres y mis recuerdos.

Al día siguiente, mi madre vino a verme. Se sentó conmigo en la cocina y me sirvió un poco de café.

—Hija, los hombres son así… Pero tú eres fuerte. Piensa en tus hijos —me dijo, como si eso fuera suficiente para curar mi herida.

—¿Y mi dignidad? ¿Eso no importa? —le respondí.

Ella suspiró y me acarició la mano.

—A veces hay que tragar el orgullo por la familia…

Pero yo no quería tragarme nada. Quería gritarle al mundo que no merecía esto. Que ninguna mujer lo merece.

Pasaron los días y el rumor se esparció por el pueblo como pólvora. Las vecinas me miraban con lástima o curiosidad cuando iba al mercado. Algunas susurraban a mis espaldas; otras venían a ofrecerme consejos no pedidos.

Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, Camila vino a buscarme. Traía los ojos hinchados y una bolsa con ropa.

—Me voy del pueblo —dijo sin rodeos—. No puedo quedarme aquí después de lo que pasó.

La miré largo rato. Quise odiarla, pero solo sentí lástima.

—Ojalá encuentres paz —le dije finalmente.

Julián intentó acercarse varias veces después de eso. Me ayudaba más en la casa, jugaba con los niños e incluso dejó de salir tanto por las noches. Pero algo se había roto entre nosotros; algo que ni el tiempo ni las palabras podían reparar fácilmente.

Una noche, mientras cenábamos en silencio, Mariana me miró fijamente y preguntó:

—¿Vas a perdonar a papá?

No supe qué responderle. ¿Qué significa perdonar? ¿Olvidar lo que pasó? ¿Hacer como si nada hubiera ocurrido?

A veces pienso en irme; otras veces pienso en quedarme y luchar por mi familia. Pero cada vez que veo a Julián, recuerdo esa herida abierta que no deja de sangrar.

Ahora me pregunto: ¿es posible reconstruir lo que se ha roto? ¿O hay cicatrices que nunca sanan?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Vale más la familia o la dignidad?