Cinco años de silencio: La carga invisible de cuidar a la madre de mi mejor amiga
—¿Por qué no vienes a casa este domingo, Lucía? Mamá pregunta mucho por ti —me dice Carmen por teléfono, su voz entrecortada por el bullicio del metro madrileño.
No puedo evitar mirar a la mujer que duerme en el sillón, la madre de Carmen, doña Pilar. Llevo cinco años cuidando de ella, desde que Carmen se fue a trabajar a Barcelona y su hermano, Antonio, desapareció del mapa. Cinco años de rutinas, medicinas, pañales, paseos lentos por el parque de El Retiro y noches en vela escuchando su respiración irregular. Cinco años en los que mi propia vida se ha ido desdibujando, como una acuarela bajo la lluvia.
—No sé, Carmen… —respondo, tragando saliva—. Últimamente estoy muy cansada.
—Ay, Lucía, eres un ángel. No sé qué haríamos sin ti. Ya sabes cómo es Antonio: ni llama. Yo… aquí todo es muy difícil. Pero mamá te adora. Te lo agradeceré toda la vida.
Cuelga antes de que pueda decirle que no soy un ángel, que estoy rota, que echo de menos mi piso pequeño en Lavapiés, mis tardes de cine y mis paseos sola por la ciudad. Que echo de menos ser yo misma.
Recuerdo el primer día que vine a esta casa. Carmen lloraba desconsolada porque no podía dejar a su madre sola y el trabajo en Barcelona era su única oportunidad. Yo acababa de perder el mío y pensé que ayudarla sería temporal. «Solo unos meses», me dijo. Pero los meses se convirtieron en años y aquí sigo, atrapada entre la gratitud y la culpa.
A veces doña Pilar me confunde con su hija. Me llama «mi niña» y me agarra la mano con fuerza cuando tiene miedo. Otras veces me mira con desconfianza y me pregunta quién soy. En esos momentos siento una punzada de soledad tan profunda que me cuesta respirar.
Una tarde de otoño, mientras le cambiaba el camisón, doña Pilar me miró fijamente y murmuró:
—¿Por qué te quedas aquí? Tú no eres de esta casa.
Me quedé helada. ¿Por qué me quedo? ¿Por lealtad a Carmen? ¿Por miedo a estar sola? ¿Por costumbre? No supe qué responderle.
Las visitas de Carmen son cada vez más esporádicas. Cuando viene, todo son prisas: besos rápidos, bolsas con comida del supermercado y promesas de volver pronto. Antonio ni siquiera llama para Navidad. Los vecinos murmuran al verme salir con doña Pilar: «Esa chica es un sol», dicen algunos; otros preguntan si soy familia o cuidadora. Yo ya no sé qué soy.
Mi madre me llama cada semana desde Salamanca:
—Lucía, hija, ¿hasta cuándo vas a seguir así? Tú también tienes derecho a vivir tu vida.
Pero cuando intento hablar con Carmen sobre buscar una residencia o contratar a alguien más, cambia de tema o se pone a llorar:
—No puedo permitírmelo ahora mismo… Además, mamá estaría fatal sin ti.
Me siento atrapada en una telaraña tejida por el cariño y la culpa. He dejado pasar oportunidades de trabajo, he perdido amistades y hasta he dejado de escribir, mi gran pasión. Mi vida gira en torno a las necesidades de una mujer que no es mi madre y a la gratitud silenciosa de una amiga que ya casi no reconozco.
Una noche, después de acostar a doña Pilar, me siento en la cocina con una copa de vino barato y escribo una carta que nunca envío:
«Querida Carmen,
No sé cuánto más podré seguir así. Siento que me estoy apagando poco a poco. Te quiero mucho, pero también quiero volver a ser yo. No sé si eso es egoísmo o supervivencia. Ojalá pudieras entenderlo.»
Al día siguiente encuentro a doña Pilar llorando en el baño. Me abraza como si fuera su hija y me susurra:
—Gracias por no dejarme sola.
Y otra vez la culpa me muerde el alma.
El invierno llega y con él las enfermedades: gripes, caídas, noches interminables en urgencias del Hospital Gregorio Marañón. Carmen solo puede venir un fin de semana al mes; Antonio ni aparece. Los médicos me miran como si fuera familia y yo asiento, firmo papeles y tomo decisiones que no me corresponden.
Una tarde cualquiera, mientras le doy la merienda a doña Pilar, Carmen llama llorando:
—Lucía… han despedido a Antonio. Dice que no puede ayudar con nada… Yo tampoco puedo volverme ahora… ¿Puedes aguantar un poco más? Solo hasta verano…
Cuelgo el teléfono sintiendo una rabia sorda mezclada con tristeza. ¿Hasta cuándo? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse?
Esa noche sueño con mi piso vacío en Lavapiés, con mis libros apilados en la mesa y el sol entrando por la ventana. Me despierto llorando.
Hoy he decidido escribir esto porque necesito consejo. ¿Es justo seguir sacrificando mi vida por una promesa hecha hace cinco años? ¿Dónde termina la amistad y empieza el abuso? ¿Quién cuida al cuidador cuando todos los demás miran hacia otro lado?
A veces me pregunto: ¿cuántas Lucías habrá en España viviendo vidas prestadas por lealtad o miedo? ¿Y tú? ¿Qué harías en mi lugar?