Cinco años en la sombra: Cómo busqué a mi hija Lucía
—¿Dónde está Lucía? —grité por última vez aquella noche, mientras la puerta se cerraba tras ella y Sergio, su novio, con ese aire desafiante que nunca me gustó. El eco de mi voz aún resuena en las paredes de nuestro piso en Vallecas, como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante. Cinco años han pasado desde entonces y todavía me despierto sobresaltada, esperando oír sus pasos en el pasillo.
Recuerdo perfectamente el último diálogo que tuvimos. Lucía, con sus diecisiete años y esa mezcla de inocencia y rebeldía, me miró a los ojos y dijo:
—Mamá, no te preocupes tanto. No soy una niña.
—Pero Sergio no me da buena espina, hija. No sé qué ves en él —le respondí, intentando contener el temblor en mi voz.
Ella solo suspiró, cogió su mochila y salió. Desde entonces, nada. Ni una llamada, ni un mensaje, ni una pista clara. Solo el vacío.
La policía vino al día siguiente, cuando ya no podía más con la angustia y el miedo. Me preguntaron si había discutido con ella, si había motivos para que se marchara voluntariamente. Me sentí juzgada, como si fuera yo la culpable de su desaparición. «Seguro que vuelve en un par de días», dijeron. Pero los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses y los meses en años.
Mi marido, Antonio, no pudo soportarlo. Al principio me apoyaba, recorríamos juntos las calles pegando carteles con la foto de Lucía: su sonrisa tímida, sus ojos grandes y oscuros. Pero pronto empezó a encerrarse en sí mismo. «No podemos seguir así, Carmen», me decía cada noche. «Tenemos que aceptar que quizá no vuelva». Yo no podía. No puedo.
Los vecinos dejaron de saludarme. Algunos cruzaban la acera al verme, otros bajaban la mirada. En el supermercado, sentía susurros a mis espaldas: «La madre de la chica desaparecida». Nadie quería hablar del tema. Nadie quería recordar que algo así podía pasarle a cualquiera.
Una tarde, mientras pegaba otro cartel cerca del metro de Nueva Numancia, una mujer mayor se me acercó.
—¿No cree que ya es hora de dejarlo estar? —me dijo con voz suave pero firme—. Hay cosas que es mejor no remover.
Sentí una rabia inmensa. ¿Cómo podía pedirme eso? ¿Cómo podía alguien resignarse a perder a un hijo?
A veces pienso que Lucía se fue por mi culpa. Que fui demasiado estricta, demasiado desconfiada. Repaso una y otra vez nuestras discusiones: cuando le prohibí ir a aquel festival en Rivas, cuando le revisé el móvil porque sospechaba que Sergio no era trigo limpio. ¿Y si solo quería escapar de mí?
Pero también recuerdo sus abrazos, sus risas cuando cocinábamos juntas los domingos, las noches en las que venía a mi cama después de una pesadilla. No puedo creer que se haya ido sin más.
He seguido cada pista, por absurda que pareciera. Una vez recibí una llamada anónima: «He visto a tu hija en Lavapiés». Corrí hasta allí bajo la lluvia, pregunté en bares y tiendas, mostré su foto a todo el mundo. Nadie la había visto. Otra vez alguien dijo haberla visto en un centro de acogida en Getafe; tampoco era ella.
La policía dejó de llamarme hace mucho. «No hay avances», repiten cada vez que insisto. Pero yo no puedo dejarlo estar. He aprendido a moverme sola: he contactado con asociaciones de desaparecidos, he hablado con periodistas, incluso he ido a programas de televisión locales para contar mi historia.
Antonio ya no vive aquí. Se fue hace dos años; dice que necesitaba empezar de nuevo lejos de Madrid, lejos del dolor constante. Yo no puedo irme. Siento que si me marcho, Lucía nunca podrá encontrarme si regresa.
A veces sueño con ella: aparece en la puerta, más mayor pero con la misma sonrisa tímida. Me abraza y me dice que todo está bien, que solo necesitaba tiempo para encontrarse a sí misma. Me despierto llorando y con el corazón encogido.
Hace unos meses encontré un diario antiguo suyo escondido entre sus cosas. Había páginas llenas de dibujos y frases sueltas: «Quiero ser libre», «Nadie me entiende», «¿Por qué mamá no confía en mí?» Me dolió leerlo, pero también me hizo comprender cuánto sufría ella también.
El caso de Lucía salió en las noticias varias veces, pero pronto fue sustituido por otros dramas más recientes: un accidente en la M-30, un escándalo político, otra desaparición más mediática. La vida sigue para todos menos para mí.
A veces pienso en Sergio. La policía lo interrogó varias veces pero nunca encontraron pruebas contra él. Su familia se mudó poco después; nadie sabe dónde están ahora. ¿Y si él sabe algo? ¿Y si le hizo daño? No puedo evitar imaginar los peores escenarios.
He aprendido a vivir con el dolor y la incertidumbre. Cada día es una batalla contra la desesperanza y el miedo a olvidar su voz, su olor, su risa. Pero también es una batalla por mantener viva la esperanza de encontrarla.
Hoy he vuelto a pegar carteles por el barrio. Algunos están descoloridos por el sol y la lluvia, pero sigo renovándolos cada mes. No quiero que nadie olvide a Lucía.
A veces me pregunto si alguien más siente este vacío tan grande; si alguna madre ha sentido esta culpa y este amor tan desgarrador al mismo tiempo.
¿Hasta cuándo puede resistir un corazón sin respuestas? ¿Cuánto dolor puede soportar una madre antes de rendirse? Yo aún no lo sé… ¿Y tú?