Como una vela en el viento
—¡Zulema, se nos va!— gritó el anestesista mientras yo sentía el sudor frío resbalar por mi frente, a pesar del aire acondicionado que apenas funcionaba en el quirófano del Hospital General San Martín. Mis manos temblaban bajo los guantes de látex, pero no podía permitirme dudar. Don Ernesto, un hombre mayor de Villa Lugano, estaba tendido frente a mí, su corazón latiendo débilmente bajo la luz mortecina. Afuera, la tormenta golpeaba los ventanales y el generador eléctrico amenazaba con apagarse en cualquier momento.
—¡Adrenalina!— ordené con voz ronca. El residente, un chico joven llamado Facundo, corrió a buscarla. Mientras tanto, sentí cómo el tiempo se detenía. Pensé en la hija de Don Ernesto, Luciana, que minutos antes me había suplicado entre lágrimas: “Doctora, por favor… es todo lo que tengo”.
Esa frase me atravesó como un cuchillo. Porque yo también tenía un padre enfermo en casa, y sabía lo que era mirar a la muerte a los ojos y rogarle una tregua.
La operación duró casi cuatro horas. Cuando finalmente logré estabilizarlo y coser la última sutura, sentí que mis piernas no me sostenían. Salí del quirófano tambaleando, me quité los guantes y la mascarilla, y me apoyé contra la pared fría del pasillo. El olor a desinfectante y sangre se mezclaba con el perfume barato de las flores marchitas que alguien había dejado en una esquina.
Facundo se acercó y me puso una mano en el hombro.
—¿Estás bien, doctora?
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que cada vida que salvamos es una victoria pírrica? Que cada vez que perdemos a alguien, nos llevamos un pedazo de su dolor a casa.
Esa noche no dormí. Me quedé sentada en la cocina de mi departamento diminuto, mirando el celular por si llamaban del hospital. Mi mamá apareció en bata y se sentó frente a mí.
—¿Otra vez tarde, hija?— preguntó con esa mezcla de reproche y ternura que sólo las madres argentinas saben usar.
—Fue una cirugía difícil…
—¿Y vos? ¿Cuándo vas a pensar en vos?— insistió ella. —Hace meses que no ves a tu papá. Está peor…
Sentí la culpa morderme el pecho. Mi papá llevaba años luchando contra la diabetes y la depresión desde que lo echaron de la fábrica. Yo era su orgullo y su esperanza, pero últimamente sólo era una sombra que pasaba por casa para dejar recetas y promesas vacías.
Al día siguiente volví al hospital sin haber pegado un ojo. Luciana esperaba en el pasillo, abrazada a una campera vieja.
—¿Cómo está mi papá?— preguntó apenas me vio.
—Está estable… pero las próximas horas son críticas— respondí, intentando sonar firme.
Ella se largó a llorar y me abrazó. Sentí su desesperación como si fuera mía. En ese momento recordé por qué había elegido ser médica: para luchar contra la injusticia de un sistema que deja morir a los pobres por falta de recursos.
Pero la realidad era otra. El hospital estaba desbordado. Faltaban insumos básicos; las enfermeras hacían malabares para conseguir gasas o antibióticos. Los médicos residentes trabajaban jornadas interminables por sueldos miserables. Y yo… yo sentía que me estaba apagando como una vela en el viento.
Esa tarde discutí con el jefe de servicio, el doctor Ramírez.
—No podemos seguir así— le dije. —Hoy casi perdemos a Don Ernesto porque el desfibrilador no funcionaba bien.
Ramírez me miró cansado.
—Zulema, esto es lo que hay. Si no te gusta, andate al privado como todos los demás.
Pero yo no podía irme. No podía abandonar a mis pacientes ni traicionar mis principios. Aunque eso significara sacrificar mi salud mental y mi vida personal.
Esa semana fue un infierno. Don Ernesto tuvo una recaída y hubo que operarlo de urgencia otra vez. Luciana vendió su celular para comprarle los medicamentos que el hospital no tenía. Yo discutí con mi mamá porque no fui al cumpleaños de mi papá. Facundo renunció porque no aguantaba más la presión.
Una noche, mientras caminaba por el pasillo vacío del hospital, escuché a dos enfermeras hablando:
—¿Viste a la doctora Zulema? Dicen que no duerme nunca…
—Pobre mina… Se va a quemar como todos.
Me detuve frente a la ventana y miré las luces de la ciudad parpadeando bajo la lluvia. Pensé en todos los médicos jóvenes que se van del país buscando mejores oportunidades. Pensé en mi familia rota por mi ausencia. Pensé en Don Ernesto luchando por respirar en una sala fría y gris.
Al final de esa semana, Don Ernesto despertó. Luciana me abrazó llorando y me dijo:
—Gracias, doctora… Usted es un ángel.
Yo sonreí, pero por dentro sentía un vacío enorme. Porque sabía que mañana habría otro Don Ernesto, otra Luciana, otra familia desesperada… Y yo seguiría aquí, peleando contra molinos de viento.
Esa noche llegué a casa y encontré a mi papá sentado en la oscuridad. Me acerqué y le tomé la mano.
—Perdoname, pa… Sé que no estoy mucho acá.
Él me miró con esos ojos tristes y cansados.
—Yo sé que hacés lo que podés, hija… Pero no te olvides de vos misma.
Me fui a dormir pensando en sus palabras. ¿Vale la pena sacrificarlo todo por una vocación? ¿Hasta cuándo podemos resistir antes de quebrarnos?
A veces siento que soy como una vela en el viento: luchando por no apagarse en medio de tanta oscuridad. ¿Cuántos más sienten lo mismo? ¿Cuántos seguimos adelante sólo por no traicionar nuestros sueños?