Con el corazón en la mano: la noche que lo cambió todo
El vapor del agua hirviendo me quemaba la cara, pero no podía dejar de planchar. El uniforme de Camila, la camisa blanca de Diego, las sábanas que mi esposo, Ernesto, siempre exigía impecables. El sudor me corría por la frente y sentía cómo la humedad se pegaba a mi piel. Afuera, el cielo de Ciudad del Este se oscurecía, y el bullicio del barrio se colaba por la ventana abierta.
—¡Mamá! ¿Falta mucho para cenar? —gritó Camila desde el cuarto, con ese tono entre dulce y demandante que sólo una hija adolescente puede tener.
—¡Ya voy, mi amor! —respondí, intentando que mi voz no temblara de cansancio.
Me quedaban sólo dos camisas cuando sonó el teléfono. Lo ignoré al principio; pensé que sería otra llamada de esas de promociones bancarias. Pero volvió a sonar, insistente, como si presintiera que esa noche no podía dejarlo pasar. Dejé la plancha sobre la mesa y contesté.
—¿Aló?
—¿Halina González? —La voz al otro lado era grave, desconocida.
—Sí, soy yo. ¿Quién habla?
—Habla el doctor Ramírez del Hospital Regional. Su esposo ha tenido un accidente. Necesitamos que venga lo antes posible.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Ernesto… ¿accidente? Mi mente se llenó de imágenes: sangre, sirenas, gritos. Me apoyé en la mesa para no caerme.
—¿Está… está bien? —logré preguntar con un hilo de voz.
—Por favor, venga rápido. Le explicaremos aquí.
Colgué y sentí que todo el vapor de la plancha se había metido en mi pecho, ahogándome. Camila apareció en la puerta, con los ojos grandes y asustados.
—¿Qué pasó, mamá?
No podía mentirle. No esa noche.
—Tu papá tuvo un accidente. Tenemos que ir al hospital.
Diego salió corriendo del baño, aún con el cabello mojado. En menos de cinco minutos estábamos en la calle, esperando un taxi bajo las luces amarillas del alumbrado público. El trayecto fue un silencio tenso; Camila apretaba mi mano con fuerza y Diego miraba por la ventana, mordiéndose los labios.
Al llegar al hospital, el olor a desinfectante me revolvió el estómago. El doctor Ramírez nos recibió con una expresión grave.
—Su esposo está estable, pero… —hizo una pausa incómoda— sufrió una fractura en la pierna y algunos golpes en la cabeza. Va a necesitar reposo y fisioterapia.
Sentí alivio y culpa al mismo tiempo. Alivio porque seguía vivo; culpa porque una parte de mí pensó en cómo haríamos para pagar todo eso.
Mientras Ernesto dormía sedado, me senté junto a su cama. Observé su rostro pálido y recordé los años felices: cuando bailábamos cumbia en las fiestas del barrio, cuando construimos juntos esta familia. Pero también recordé las discusiones recientes por el dinero, sus ausencias cada vez más frecuentes y las miradas esquivas cuando le preguntaba dónde había estado.
Esa noche dormimos en el hospital. Al amanecer, mientras Camila y Diego dormían acurrucados en las sillas de espera, escuché a dos enfermeras hablar en voz baja cerca de la puerta.
—¿Viste quién vino anoche a verlo? —dijo una.
—Sí… la señora esa, la que siempre viene con la niña chiquita. Dicen que es su otra familia.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿Otra familia? ¿De qué estaban hablando? Me acerqué despacio.
—Disculpen… ¿de quién hablan?
Las enfermeras se miraron incómodas.
—Perdón señora… no sabíamos que era usted…
No necesitaba más explicaciones. El corazón me latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme. Volví a la habitación y miré a Ernesto dormir. ¿Era posible? ¿Tantos años juntos y yo sin saber nada?
Cuando despertó, lo enfrenté sin rodeos.
—Ernesto, necesito que me digas la verdad. ¿Tienes otra familia?
Él desvió la mirada y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Halina… yo… no quería hacerte daño. Todo se complicó. Fue un error… pero no pude dejarla sola cuando nació la niña.
Sentí que me arrancaban el alma. Pensé en mis hijos, en los años de sacrificio, en las noches sin dormir esperando que él regresara del trabajo. Todo se derrumbaba.
Los días siguientes fueron una mezcla de rabia y tristeza. Camila y Diego notaron mi distancia; yo no podía mirarlos sin sentirme traicionada por su padre y por mi propia ingenuidad. Ernesto intentó explicarse mil veces:
—No fue planeado… Yo te amo a ti, Halina. Pero no podía abandonar a esa niña…
Las palabras rebotaban en mi cabeza como piedras lanzadas contra una pared rota.
En el barrio empezaron los rumores. Las vecinas me miraban con lástima o curiosidad cuando iba al mercado. Mi madre vino desde Encarnación para ayudarme con los chicos y me abrazó fuerte una noche mientras lloraba en silencio.
—Hija, los hombres a veces son cobardes —me dijo— pero tú eres fuerte. Piensa en tus hijos primero.
Pero ¿cómo seguir adelante? ¿Cómo mirar a Ernesto sin recordar su traición? ¿Cómo explicarle a Camila y Diego que su padre tenía otra hija?
Una tarde, mientras lavaba los platos, Camila se acercó despacio.
—Mamá… ¿es verdad lo que dicen las vecinas? ¿Que papá tiene otra hija?
No pude mentirle más.
—Sí, mi amor… es verdad.
Ella rompió a llorar y yo la abracé fuerte, sintiendo su dolor como propio.
Pasaron semanas antes de que pudiera hablar con Ernesto sin gritar o llorar. Un día vino a casa con una caja llena de medicinas y papeles del hospital.
—Halina… quiero arreglar las cosas. No quiero perderlos a ustedes ni a mi otra hija. Sé que te fallé… pero quiero ser un buen padre para todos.
Lo miré largo rato. Vi al hombre que amé y al hombre que me traicionó conviviendo en un solo cuerpo cansado.
Hoy escribo esto mientras plancho otra vez los uniformes de mis hijos. La vida sigue, aunque duela. No sé si algún día podré perdonar del todo a Ernesto, pero sé que tengo que ser fuerte por Camila y Diego… y quizás también por esa niña inocente que no tiene culpa de nada.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven historias como la mía en silencio? ¿Cuántos secretos se esconden detrás de las puertas cerradas de nuestras casas? ¿Y ustedes… qué harían si estuvieran en mi lugar?