Cuando el amor de una madre no basta: La historia de Teresa y Hugo
—¡Hugo! ¡Abre la puerta, por favor! —grité mientras golpeaba con los nudillos la madera astillada de su habitación. El silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Mi corazón latía desbocado, temiendo lo peor. No era la primera vez que me encontraba así, al borde del abismo, preguntándome si esta vez mi hijo habría cruzado la línea invisible que separa la vida de la muerte.
Me llamo Teresa y soy madre en un barrio obrero de Madrid. Mi vida antes de Hugo era sencilla: trabajo en una panadería, madrugo cada día y soñaba con ver a mi hijo crecer feliz. Pero todo cambió cuando Hugo cumplió diecisiete años. Empezó con ausencias, mentiras pequeñas, dinero que desaparecía del monedero. Yo quería creer que era solo una fase, pero pronto llegaron las noches en vela, las llamadas de la policía y los susurros de los vecinos.
—Teresa, tu hijo va por mal camino —me decía Carmen, mi vecina del tercero, con esa mezcla de lástima y superioridad que tanto duele.
—No sabes lo que dices —le respondía yo, aunque en el fondo sentía que tenía razón.
El día que encontré a Hugo desmayado en el baño, rodeado de jeringuillas, sentí que el mundo se me caía encima. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Llamé a emergencias y me quedé a su lado en el hospital, sujetándole la mano mientras dormía bajo los efectos de la metadona. Cuando despertó, me miró con esos ojos grandes y oscuros que siempre habían sido mi orgullo.
—Mamá, lo siento —susurró—. No sé cómo he llegado hasta aquí.
No supe qué decirle. Solo le abracé y le prometí que juntos saldríamos de aquello. Pero no fue tan fácil. Vinieron meses de terapias, recaídas y discusiones interminables con su padre, Manuel, que no soportaba ver a su hijo convertido en un desconocido.
—¡Esto es culpa tuya! —me gritaba Manuel una noche mientras Hugo dormía tras una nueva sobredosis—. Siempre le has consentido todo.
—¡No digas tonterías! ¡Tú nunca estabas! —le respondí entre sollozos.
La casa se llenó de gritos y reproches. Hugo nos miraba desde el sofá, ausente, como si no estuviera allí. A veces pensaba que ya lo habíamos perdido para siempre.
Intenté todo: centros de desintoxicación públicos y privados, psicólogos, incluso fui a ver a una curandera en Vallecas porque ya no sabía qué más hacer. Cada vez que Hugo prometía cambiar, yo me aferraba a esa esperanza como si fuera un salvavidas. Pero siempre volvía a caer.
Una tarde de invierno, mientras barría la acera frente a la panadería, escuché a dos señoras del barrio cuchicheando:
—Pobre Teresa… Su hijo es un drogadicto. Qué vergüenza para la familia.
Sentí una rabia sorda. ¿Por qué nadie entendía que esto podía pasarle a cualquiera? ¿Por qué me juzgaban como si yo hubiera fallado como madre?
Hugo empezó a robarme dinero. Primero billetes sueltos, luego joyas de mi madre. Cuando le enfrenté, me miró con odio y desesperación.
—¡Tú no entiendes nada! ¡Déjame en paz! —me gritó antes de salir dando un portazo.
Esa noche no volvió a casa. Pasé horas mirando por la ventana, esperando ver su silueta tambaleante bajo las farolas. Cuando finalmente apareció al amanecer, sucio y tembloroso, le abracé sin decir palabra. Pero dentro de mí algo se rompió.
Un día recibí una llamada del hospital: Hugo había sufrido una sobredosis en un descampado cerca de la estación de Atocha. Corrí como una loca por los pasillos hasta encontrarle conectado a mil tubos. El médico fue claro:
—Si sobrevive esta vez, tendrá suerte. Pero necesita ayuda profesional y usted debe poner límites.
Límites… ¿Cómo se pone límites al propio hijo? ¿Cómo se le deja marchar sabiendo que puede no volver?
Esa noche tomé la decisión más dura de mi vida. Cuando Hugo volvió a casa tras el alta médica, le senté en la mesa del comedor.
—Hugo —le dije con voz temblorosa—, te quiero más que a nada en este mundo. Pero no puedo seguir así. Si no aceptas ingresar en un centro y cumplir las normas, tendrás que irte de casa.
Me miró con incredulidad primero, luego con rabia y finalmente con un dolor tan profundo que sentí que me desgarraba por dentro.
—¿Me estás echando? —susurró.
—Te estoy dando una última oportunidad —le respondí entre lágrimas.
Esa noche hizo la maleta y se marchó dando un portazo. Me quedé sola en el salón, abrazada a su chaqueta vieja, llorando como nunca antes lo había hecho.
Pasaron semanas sin noticias suyas. Cada vez que sonaba el teléfono temía lo peor. Pero también sentí una extraña paz: por primera vez en años dormí sin miedo a encontrarle muerto en el baño.
Un día recibí una carta escrita con su letra temblorosa:
“Mamá: Estoy en un centro en Toledo. No sé si podré salir de esto pero quiero intentarlo. Gracias por no rendirte nunca conmigo.”
Lloré al leerla pero también sentí esperanza. Quizá amar también significa dejar ir cuando ya no puedes más.
Hoy sigo trabajando en la panadería y esperando cada carta de Hugo como si fuera un tesoro. No sé si algún día volverá a ser el hijo que conocí, pero he aprendido que ser madre es amar incluso cuando duele.
¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Es justo cargar con la culpa cuando todo se desmorona? Espero vuestras respuestas porque sé que no soy la única que ha pasado por esto.