Cuando el amor se apaga: El regreso a casa y la búsqueda de uno mismo

—¿De verdad quieres que me vaya? —le pregunté a Carmen, con la voz rota, mientras ella recogía sus cosas en silencio.

No me miró. Solo asintió, apretando los labios. En ese instante, sentí cómo todo mi mundo se desmoronaba. Veinte años juntos, dos hijos ya mayores que estudiaban en Madrid, y ahora… el vacío. Carmen, mi compañera, mi refugio, me confesó esa mañana que estaba enamorada de otro hombre. No hubo gritos ni reproches, solo una tristeza densa que llenaba cada rincón del piso en Vallecas.

No recuerdo cómo llegué a la estación de Atocha. Solo sé que subí al tren con una maleta y el corazón hecho trizas. Mi destino: el pueblo donde nací, en la provincia de Segovia. Allí vivía aún mi padre, Julián, un hombre seco y orgulloso, con quien apenas hablaba desde hacía años. Pero no tenía otro sitio adonde ir.

El viaje fue largo y silencioso. Miraba por la ventanilla los campos de trigo y las encinas, preguntándome en qué momento mi vida se había torcido tanto. Al llegar, el aire frío de la sierra me golpeó en la cara. Caminé hasta la vieja casa familiar, donde mi padre me recibió con una mezcla de sorpresa y resignación.

—¿Qué haces aquí tan temprano? —gruñó desde la puerta, sin moverse.

—Carmen me ha dejado —dije, bajando la mirada.

No respondió. Se apartó para dejarme pasar y volvió a su sillón junto a la estufa. El silencio entre nosotros era espeso, como si las palabras se hubieran oxidado con los años.

Los primeros días fueron insoportables. Mi padre apenas hablaba; yo tampoco tenía fuerzas para intentarlo. Me refugiaba en largos paseos por los caminos polvorientos del pueblo, recordando mi infancia y preguntándome si alguna vez había sido realmente feliz. Los vecinos me miraban con curiosidad y compasión. Algunos murmuraban al verme pasar: “Ese es el hijo de Julián, el que se fue a Madrid”.

Una tarde, mientras ayudaba a mi padre a podar los almendros del huerto, estalló la primera discusión.

—Nunca has sabido cuidar lo que tienes —me soltó de repente, sin mirarme.

—¿A qué te refieres? —pregunté, dolido.

—A Carmen. A tu familia. Siempre pensando en el trabajo, en tus cosas…

Sentí una rabia sorda crecer en mi pecho.

—¿Y tú qué sabes? Tú nunca fuiste capaz de decirle a mamá que la querías —le espeté.

El silencio que siguió fue aún más duro que las palabras. Mi padre dejó las tijeras en el suelo y se marchó sin decir nada más.

Aquella noche apenas dormí. Me di cuenta de que no solo estaba huyendo del dolor de la ruptura, sino también de heridas mucho más antiguas: la distancia con mi padre, la muerte temprana de mi madre, el peso de las expectativas nunca cumplidas.

Poco a poco, empecé a encontrar cierta rutina. Ayudaba en el huerto por las mañanas y por las tardes iba al bar del pueblo, donde conocí a Lucía, la dueña. Era una mujer de mi edad, separada también, con una risa contagiosa y una mirada llena de vida. Al principio solo intercambiábamos saludos corteses, pero pronto empezamos a hablar de todo: del pasado, del futuro, del miedo a estar solos.

Una noche, después de cerrar el bar, Lucía me invitó a quedarme un rato más.

—¿Sabes lo que más echo de menos? —me preguntó mientras fregaba los vasos—. Sentirme vista. Que alguien me escuche sin juzgarme.

La miré y sentí que sus palabras eran también las mías. Nos quedamos en silencio unos segundos, compartiendo esa soledad tan parecida.

Con el paso de las semanas, nuestra amistad se fue haciendo más profunda. Salíamos a caminar por los alrededores del pueblo; ella me enseñó rincones que yo había olvidado y me animó a volver a pintar —una afición que había abandonado hacía años—. Gracias a Lucía empecé a recuperar algo parecido a la alegría.

Pero no todo era fácil. Mi padre seguía distante y cada vez que intentaba acercarme a él surgía una nueva discusión. Una tarde le propuse ir juntos al cementerio para llevar flores a la tumba de mi madre.

—No hace falta —me dijo seco—. Ya fui la semana pasada.

—Me gustaría ir contigo —insistí.

Suspiró y accedió de mala gana. Caminamos en silencio hasta el cementerio y allí, frente a la lápida de mi madre, sentí cómo las lágrimas me quemaban los ojos.

—¿Por qué nunca hablamos de ella? —pregunté al fin.

Mi padre bajó la cabeza y murmuró:

—Porque duele demasiado.

Por primera vez en mucho tiempo sentí compasión por él. Entendí que su dureza era solo una coraza para protegerse del dolor.

A partir de ese día nuestra relación empezó a cambiar poco a poco. No nos convertimos en los mejores amigos de la noche a la mañana, pero aprendimos a escucharnos sin herirnos tanto. Compartimos silencios menos incómodos y alguna que otra risa inesperada.

Un día recibí una llamada de Carmen. Quería hablar conmigo sobre los papeles del divorcio y sobre nuestros hijos. Su voz sonaba lejana pero tranquila; ya no había rencor entre nosotros. Colgué sintiendo una mezcla extraña de alivio y tristeza: era el final definitivo de una etapa.

Esa noche salí al porche y miré las estrellas sobre el campo segoviano. Pensé en todo lo perdido y en lo poco —pero valioso— que había encontrado: una nueva amistad con Lucía, una reconciliación incipiente con mi padre y, sobre todo, un reencuentro conmigo mismo.

¿Es posible volver a empezar cuando todo parece perdido? ¿O solo aprendemos a vivir con las cicatrices? No lo sé… Pero hoy siento que he vuelto a respirar.