Cuando el amor se rompe: Mi lucha entre la maternidad y el abandono
—¿Por qué no puedes ser como las demás? —me gritó Tomás, su voz rebotando en las paredes de la cocina mientras yo, con las manos temblorosas, sostenía la ecografía.
No supe qué responder. El médico acababa de confirmarlo: nuestro hijo nacería con una cardiopatía congénita. Apenas tenía veintitrés años y ya sentía el peso del mundo sobre mis hombros. Miré a Tomás buscando consuelo, pero sólo encontré rabia y decepción en sus ojos.
—Esto no es lo que yo quería para mi vida —añadió él, apartando la mirada.
La noticia se extendió por la familia como un incendio. Mi suegra, Carmen, fue la primera en venir a casa. Entró sin saludar, con ese perfume fuerte que siempre me mareaba, y se plantó delante de mí.
—¿Ves lo que pasa por casarse tan joven? —me espetó—. Si hubieras esperado, si hubieras hecho caso a tu madre…
Mi madre, Lucía, siempre había sido prudente, pero nunca cruel. Ella me abrazó cuando le conté la noticia, lloró conmigo y me prometió que no me dejaría sola. Pero Carmen sólo veía un problema, una vergüenza para la familia.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Tomás empezó a llegar tarde, a dormir en el sofá. Yo pasaba las noches acariciando mi vientre, hablándole a ese ser diminuto que ya sentía mío. Me preguntaba si sería capaz de protegerlo del mundo, si tendría fuerzas para luchar por él.
Una tarde de abril, mientras preparaba la cena, escuché a Tomás hablando por teléfono en el balcón.
—No puedo con esto, mamá —decía—. No quiero un hijo enfermo. No quiero esta vida.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Cuando entró, le pregunté si de verdad pensaba irse.
—No sé —respondió encogiéndose de hombros—. No sé si te quiero así.
Así. Como si mi embarazo fuera una enfermedad contagiosa. Como si yo hubiera elegido esta situación.
Los días se volvieron grises. Carmen venía cada vez más seguido, trayendo remedios caseros y consejos no solicitados.
—Deberías pensar en lo que es mejor para todos —me decía—. A veces es mejor empezar de nuevo.
Pero yo no podía ni quería empezar de nuevo. Ese niño era mi vida, mi esperanza. Empecé a buscar información, a hablar con otros padres en el hospital Gregorio Marañón, donde me atendían. Allí conocí a Marta, una mujer que había pasado por lo mismo y que se convirtió en mi amiga y confidente.
—No estás sola —me repetía Marta—. Hay días malos, pero también hay milagros.
El embarazo avanzaba entre visitas al médico y silencios incómodos en casa. Tomás apenas me hablaba. Una noche, después de una discusión especialmente dura, hizo las maletas y se fue.
—No puedo vivir así —fue lo último que dijo antes de cerrar la puerta.
Me quedé sola en ese piso pequeño de Vallecas, con el eco de sus palabras retumbando en mi cabeza. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Mi madre vino a quedarse conmigo y juntas preparamos todo para la llegada del bebé.
El parto fue complicado. Recuerdo las luces blancas del quirófano, el sudor frío en la frente y el miedo atenazándome el pecho. Cuando por fin escuché el llanto de mi hijo, sentí que todo valía la pena.
Le llamé Álvaro. Tenía los ojos grandes y curiosos de Tomás, pero la fuerza era toda mía. Los médicos lo llevaron a la UCI neonatal y yo pasé los días sentada junto a su cuna transparente, cantándole bajito canciones de cuna que mi madre me había enseñado.
Tomás vino una vez al hospital. Se quedó en la puerta, sin atreverse a entrar del todo.
—No sé si puedo con esto —susurró—. No sé si soy capaz de ser padre así.
No le respondí. Ya no necesitaba sus palabras vacías ni sus promesas rotas.
Álvaro luchó como un campeón. Hubo días en los que pensé que lo perdía; noches enteras sin dormir, esperando un milagro o una señal de esperanza. Pero cada sonrisa suya era un triunfo sobre el dolor.
Con el tiempo, aprendí a vivir sola con mi hijo. Mi madre fue mi mayor apoyo; juntas reímos y lloramos, celebramos cada pequeño avance de Álvaro como si fuera una victoria mundial.
Carmen dejó de llamarme. Tomás desapareció poco a poco de nuestras vidas; sólo recibí un mensaje suyo meses después: «Espero que estéis bien».
A veces me pregunto cómo habría sido todo si Tomás hubiera tenido el valor de quedarse; si Carmen hubiera entendido que un niño especial no es una maldición sino un regalo diferente.
Hoy miro a Álvaro jugar en el parque con otros niños y siento orgullo. Orgullo por él y por mí misma. Porque sobrevivimos al abandono y al miedo; porque aprendimos a ser familia aunque nos faltaran piezas.
¿De verdad es tan difícil amar cuando las cosas no salen como uno espera? ¿Cuántas mujeres más tendrán que elegir entre su hijo y su pareja? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?