Cuando el corazón se rompe y la fe permanece: Mi travesía entre la traición y el perdón

—¿Por qué, Sergio? ¿Por qué me haces esto? —grité sin poder contener las lágrimas, mientras la lluvia caía sobre la Plaza Mayor de Salamanca. La imagen de Sergio besando a Marta, su compañera de trabajo, se repetía en mi cabeza como una pesadilla de la que no podía despertar. Me temblaban las manos y sentía que el corazón se me partía en mil pedazos.

No recuerdo cómo llegué a casa esa noche. Solo sé que abrí la puerta y me desplomé en el sofá, sollozando tan fuerte que mi madre, Carmen, bajó corriendo las escaleras.

—¿Qué ha pasado, hija? —me preguntó, abrazándome con fuerza.

No podía hablar. Solo lloraba. Ella me acariciaba el pelo y repetía: “Tranquila, Ana, tranquila. Estoy aquí”.

Pasaron horas antes de que pudiera articular palabra. Cuando por fin logré contarle lo que había visto, su rostro se endureció.

—Ese chico no te merece. Pero ahora lo importante eres tú. Vamos a pasar esto juntas.

Esa noche no dormí. Me pasé horas mirando el techo, repasando cada momento con Sergio: las tardes de paseo por el río Tormes, los cafés en la Plaza Anaya, las promesas susurradas al oído. ¿Cuándo empezó a mentirme? ¿En qué momento dejó de quererme?

Al día siguiente, mi amiga Lucía vino a verme. Ella siempre ha sido como una hermana para mí.

—Ana, tienes que sacar todo lo que llevas dentro —me dijo mientras me preparaba un té—. Llora, grita, escribe… pero no te lo guardes.

Le hice caso. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Escribí cartas que nunca envié. Grité en silencio cada vez que veía a Sergio en redes sociales con Marta. La rabia y la tristeza se mezclaban dentro de mí como un veneno lento.

Los días pasaban y yo apenas comía. Mi padre, Manuel, intentaba animarme con sus bromas torpes:

—¿Sabes cuál es el colmo de un jardinero? ¡Que siempre lo planten!

Pero ni siquiera eso lograba arrancarme una sonrisa.

Una tarde de domingo, mi abuela Pilar vino a visitarnos. Se sentó a mi lado y me tomó la mano con esa ternura suya tan especial.

—Hija, la vida duele a veces. Pero también enseña. Cuando tu abuelo me dejó por otra mujer, creí que no podría seguir adelante. Pero aquí estoy. Y tú también podrás.

Sus palabras me calaron hondo. Esa noche recé como hacía tiempo no lo hacía. Pedí fuerzas para soportar el dolor y sabiduría para entender por qué me había pasado esto.

Poco a poco, empecé a salir de casa. Volví a clase en la Universidad de Salamanca, aunque todo me recordaba a Sergio: los bancos donde nos sentábamos juntos, la cafetería donde compartíamos tostadas…

Un día, al salir de clase, vi a Sergio esperándome junto a la catedral.

—Ana, por favor, déjame explicarte —me suplicó con los ojos llenos de culpa.

Sentí una mezcla de rabia y compasión.

—No hay nada que explicar, Sergio. Lo vi todo con mis propios ojos.

—No quería hacerte daño… Fue un error…

—El error fue mío por confiar en ti —le respondí antes de darme la vuelta y marcharme.

Esa noche lloré otra vez, pero algo dentro de mí había cambiado. Ya no era solo dolor; era también dignidad.

Mi familia me apoyó en todo momento. Mi madre me acompañaba a misa los domingos y mi padre me llevaba al campo los sábados para distraerme.

Un día, mientras paseábamos entre los trigales dorados cerca de Alba de Tormes, le pregunté a mi padre:

—¿Cómo se aprende a perdonar?

Me miró con sus ojos sinceros:

—Perdonar no es olvidar ni justificar lo que te han hecho. Es soltar el peso para poder seguir caminando.

Empecé a entenderlo cuando vi a Marta en el supermercado. Me miró con miedo y vergüenza. En ese momento sentí lástima por ella y por mí misma. No éramos enemigas; solo dos mujeres heridas por las mismas mentiras.

Con el tiempo, volví a reír con Lucía en las terrazas del centro, a disfrutar de los paseos al atardecer por el Puente Romano y a soñar con un futuro sin Sergio.

Un domingo cualquiera, después de misa, me senté en un banco frente al río y recé por él. Le pedí a Dios que le diera paz y que yo pudiera soltar todo el rencor que aún quedaba en mi corazón.

Hoy miro atrás y veo cuánto he crecido. Aprendí que el dolor no es eterno y que la fe puede sostenerte cuando todo parece perdido. Mi familia fue mi refugio; mis amigas, mi sostén; y mi fe, mi salvavidas.

A veces me pregunto si podría volver a confiar en alguien como confié en Sergio. ¿Es posible amar sin miedo después de una traición? ¿Cuántos de vosotros habéis sentido ese mismo vacío y habéis encontrado la fuerza para perdonar?