Cuando la fe es lo único que queda: Mi historia con Mamá Carmen
—¡No pienso volver a esa casa! —gritó mi hermano Luis, con los ojos enrojecidos y la voz quebrada, mientras golpeaba la puerta del salón. Yo estaba sentada en el suelo del pasillo, abrazando las rodillas, intentando no llorar. Mamá Carmen, nuestra abuela, llevaba semanas postrada en la cama, y cada día era una batalla entre la esperanza y el miedo.
La enfermedad llegó de repente. Una mañana de enero, mientras preparaba churros para el desayuno, Mamá Carmen se desmayó en la cocina. El golpe contra las baldosas resonó por toda la casa. Papá y yo corrimos a socorrerla, mientras Luis llamaba a emergencias con las manos temblorosas. Desde ese día, nada volvió a ser igual.
El hospital de La Paz se convirtió en nuestro segundo hogar. Las visitas eran largas y silenciosas; el olor a desinfectante se pegaba a la ropa y a la piel. Los médicos hablaban en voz baja, usando palabras que no queríamos entender: insuficiencia renal, diálisis, pronóstico reservado. Mamá Carmen, siempre tan fuerte, tan mandona, ahora apenas podía abrir los ojos para sonreírnos.
Papá intentaba mantenernos unidos, pero el cansancio le pesaba en los hombros. Luis se encerraba en su habitación y yo… yo rezaba. No era especialmente religiosa antes de todo esto, pero me aferré al rosario de Mamá Carmen como si fuera un salvavidas. Cada noche, me arrodillaba junto a su cama y murmuraba oraciones que apenas recordaba de mi infancia.
Una tarde, mientras le cambiaba el agua a las flores que le llevábamos al hospital, Mamá Carmen me tomó la mano con una fuerza inesperada.
—No llores por mí, Lucía —susurró—. La vida es así. Pero no dejes que esto os separe.
Me mordí el labio para no sollozar. ¿Cómo podía pedirnos eso? Luis y yo apenas nos hablábamos; papá estaba ausente, perdido en sus propios miedos. La casa se llenó de silencios incómodos y discusiones por cualquier tontería: quién hacía la compra, quién limpiaba el baño, quién acompañaba a Mamá Carmen al hospital.
Una noche especialmente dura, después de una pelea con Luis por el turno de visitas, salí corriendo al parque del barrio. Me senté en un banco bajo una farola y miré al cielo. Las estrellas apenas se veían entre las luces de Madrid. Saqué el rosario del bolsillo y recé en voz baja:
—Dios mío, si estás ahí… no te pido milagros. Solo ayúdanos a no rompernos del todo.
No sé si fue casualidad o respuesta divina, pero al día siguiente Luis entró en mi habitación sin llamar. Se sentó a mi lado y rompió a llorar como un niño pequeño.
—No puedo más, Lucía —me dijo entre sollozos—. No soporto verla así… ni veros así.
Le abracé fuerte. Por primera vez en semanas sentí que no estaba sola en mi dolor. Hablamos durante horas: de nuestros miedos, de lo mucho que echábamos de menos a Mamá Carmen antes de la enfermedad, de lo injusto que era todo aquello.
A partir de ese día, algo cambió en casa. Seguíamos discutiendo —la tensión no desaparece de un plumazo— pero aprendimos a turnarnos sin reproches y a apoyarnos cuando uno flaqueaba. Papá empezó a venir con nosotros al hospital; incluso cocinó una tortilla de patatas que nos supo a gloria después de tanto bocadillo frío.
Mamá Carmen empeoró poco a poco. Los médicos nos prepararon para lo peor. Pero ella seguía luchando con esa terquedad tan suya. Una tarde de domingo, cuando ya casi no podía hablar, nos pidió que rezáramos juntos. Nos cogimos de las manos alrededor de su cama: papá, Luis y yo. Recitamos un Padrenuestro entre lágrimas y risas nerviosas.
—¿Veis? —susurró ella—. Juntos podéis con todo.
Mamá Carmen falleció esa noche. El vacío fue inmenso, pero también sentí una paz extraña. Habíamos estado juntos hasta el final; habíamos encontrado consuelo en la fe y en nosotros mismos.
El duelo fue largo y difícil. A veces aún me despierto esperando oír su voz mandándome recoger mi cuarto o preguntando si he comido suficiente. Pero cuando el dolor aprieta demasiado, saco su rosario y rezo. No porque crea que los milagros ocurren siempre, sino porque me recuerda que incluso en los peores momentos hay algo —llámalo fe, esperanza o amor— que nos sostiene.
Ahora miro a mi familia y sé que nada volverá a ser igual… pero también sé que somos más fuertes por todo lo que hemos pasado juntos.
¿Vosotros también habéis sentido alguna vez que solo os quedaba la fe? ¿Qué haríais si vuestra familia estuviera al borde de romperse por el dolor?