Cuando la Sangre No Es Todo: El Secreto de Victoria
—¡Victoria! ¡Victoria, despierta, por favor!—grité mientras sacudía suavemente a mi hija en la cama. Su piel estaba ardiendo y sus labios, secos como el esparto. Eran las tres de la madrugada y el silencio del piso en Vallecas se rompía solo con mis súplicas y el débil gemido de mi niña.
Nunca olvidaré esa noche. El miedo me paralizaba, pero tenía que ser fuerte. Cogí el móvil y marqué el 112 con manos temblorosas. Mientras esperaba la ambulancia, me invadió una sensación de soledad brutal. Cristina, mi esposa desde hacía quince años, se había marchado hacía apenas dos semanas. Sin una nota, sin una explicación. Solo su ausencia llenando cada rincón de la casa.
En el hospital Gregorio Marañón, los médicos se movían deprisa. —¿Es usted el padre?—me preguntó una enfermera mientras preparaban a Victoria para unas pruebas urgentes.
—Sí, claro—respondí sin dudar, aunque sentí un pinchazo en el pecho. ¿Por qué esa pregunta me dolía ahora más que nunca?
Horas después, un médico de rostro serio me llevó aparte. —Necesitamos hacerle unas pruebas genéticas a usted y a su hija. Hay algo en los análisis que no cuadra.
Asentí, sin entender nada. Firmé papeles, di sangre, esperé. Los días siguientes fueron un infierno de incertidumbre y llamadas sin respuesta al móvil de Cristina. Victoria mejoró poco a poco, pero yo sentía que algo oscuro se cernía sobre nosotros.
Una tarde, mientras Victoria dormía en la habitación del hospital, el médico volvió con los resultados. —Señor Ramírez, lo siento mucho, pero los análisis muestran que usted no es el padre biológico de Victoria.
El mundo se detuvo. Sentí que me arrancaban el alma del cuerpo. —Eso no puede ser…—susurré, incapaz de procesar lo que oía.
—Entiendo que es un golpe duro—dijo el médico—pero necesitamos contactar con la madre biológica para continuar con el tratamiento.
Salí del hospital tambaleándome, como si caminara sobre cristales rotos. ¿Cómo podía Cristina haberme hecho esto? ¿Quién era realmente Victoria para mí? ¿Y quién era yo para ella?
Los días siguientes fueron una mezcla de rabia y tristeza. Llamé a mi hermana Lucía y le conté todo entre sollozos. Ella vino corriendo desde Alcorcón para apoyarme.
—Hermano, tú has criado a Victoria desde que nació. Eso es lo que importa—me dijo abrazándome fuerte.
Pero yo no podía dejar de pensar en Cristina. ¿Dónde estaba? ¿Por qué se había ido justo antes de que todo esto saliera a la luz?
Empecé a buscar respuestas. Revisé correos antiguos, mensajes en su móvil que aún tenía en casa, fotos guardadas en el ordenador. Encontré un nombre que se repetía: Álvaro Ortega. Un antiguo compañero de trabajo de Cristina en la gestoría donde trabajaba antes de quedarse embarazada.
No pude evitarlo: busqué a Álvaro en Facebook y le escribí un mensaje directo. «Necesito hablar contigo sobre Cristina y Victoria. Es urgente».
Álvaro respondió al día siguiente. Quedamos en una cafetería cerca del Retiro. Era un hombre nervioso, con ojeras profundas y mirada esquiva.
—¿Qué sabes de Cristina?—le pregunté sin rodeos.
Él bajó la mirada y suspiró.—Hace años… tuvimos una relación breve. Yo estaba casado, ella también… Fue un error. Cuando me enteré de que estaba embarazada, ella me dijo que era tuya y que no quería saber nada más.
Sentí ganas de golpearle, pero me contuve.—¿Sabes dónde está ahora?
—No tengo ni idea—respondió.—Hace años que no hablamos.
Volví a casa derrotado. Victoria seguía preguntando por su madre cada noche.—¿Papá, cuándo vuelve mamá?—me decía con esos ojos grandes llenos de esperanza.
No tenía respuestas para ella. Solo podía abrazarla y prometerle que todo iría bien, aunque yo mismo no lo creyera.
Con el tiempo, la noticia se fue extendiendo por la familia. Mi madre dejó caer comentarios hirientes.—Eso te pasa por confiar demasiado en las mujeres modernas—decía mientras removía el cocido en la cocina.
Mi padre guardaba silencio, pero su mirada era un reproche constante.
Un día recibí una carta sin remitente. Era de Cristina:
«Lo siento, Juan. No podía seguir viviendo con la mentira. Victoria es tu hija en todo menos en la sangre. Te ruego que la cuides como siempre has hecho. Yo no puedo volver».
Leí esas líneas una y otra vez hasta que las lágrimas me nublaron la vista. ¿Cómo podía perdonarla? ¿Cómo podía seguir adelante sabiendo que todo lo que creía cierto era una farsa?
Pero entonces miré a Victoria jugando con su peluche favorito en el sofá, riendo como si nada hubiera cambiado. Y comprendí algo: ella seguía siendo mi hija, aunque la sangre dijera lo contrario.
Ahora afronto cada día con esa verdad dolorosa pero también liberadora. He aprendido que la familia no siempre es cuestión de genética, sino de amor y compromiso.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven atrapadas en secretos como el nuestro? ¿Qué haríais vosotros si descubrierais algo así? ¿Perdonaríais o dejaríais atrás todo lo construido?