Cuando la traición lleva tu nombre: El día que mi amiga perdió su sueño en una oficina de Madrid
—¿Pero cómo has podido hacerme esto, Marta? —La voz de Lucía temblaba, pero no era de miedo, sino de rabia contenida. Yo estaba allí, en la sala de reuniones de la agencia de publicidad en pleno centro de Madrid, con el corazón encogido y las manos sudorosas. Había visto cómo todo se desmoronaba en cuestión de minutos.
Todo empezó dos semanas antes, cuando Lucía, mi mejor amiga desde la universidad, me llamó a las once de la noche. —Carmen, tengo una idea para la campaña del cliente nuevo. Es arriesgada, pero puede cambiarlo todo. ¿Te paso el borrador? —Me lo envió y pasamos horas puliendo detalles. Sabíamos que era brillante. Sabíamos que era SU oportunidad.
El lunes siguiente, Lucía llegó temprano a la oficina. Yo la vi entrar con esa sonrisa nerviosa que solo tiene cuando está a punto de hacer algo grande. Pero algo raro pasó: Marta, su compañera de equipo, también parecía especialmente animada. No le di importancia hasta que, durante la presentación ante el jefe —don Antonio, un hombre seco y difícil de impresionar—, Marta tomó la palabra y empezó a exponer… exactamente la misma idea que habíamos trabajado Lucía y yo.
Lucía me miró desde el fondo de la sala, pálida como una hoja. Yo no podía creerlo. Marta hablaba con seguridad, usando incluso las mismas frases que habíamos escrito juntas. Cuando terminó, don Antonio aplaudió: —Esto es lo que buscábamos. Marta, enhorabuena. Hablaremos de tu ascenso esta semana.
El mundo se detuvo para Lucía. Yo sentí una mezcla de impotencia y rabia. ¿Cómo podía ser tan injusto? ¿Cómo podía alguien robar el trabajo y los sueños de otra persona así, sin más?
Esa tarde, Lucía se encerró en el baño y lloró durante media hora. Cuando salió, tenía los ojos hinchados pero la cabeza alta. —No voy a dejar que me hundan —me dijo—. Pero tampoco voy a convertirme en una de ellas.
Durante días, la oficina fue un campo minado. Marta evitaba a Lucía; el resto del equipo murmuraba a sus espaldas. Algunos sabían lo que había pasado, pero nadie se atrevía a decir nada. En España, en muchas empresas, el miedo a perder el trabajo pesa más que la justicia.
Una tarde, mientras tomábamos café en el bar de abajo, Lucía me confesó: —He pensado en ir a Recursos Humanos, pero ¿de qué sirve? No tengo pruebas. Y si digo algo, seguro que acabo en la calle. Aquí siempre gana el que pisa más fuerte.
—No puedes dejar que te roben así —le dije—. Si no lo haces por ti, hazlo por todas las que vienen detrás.
Lucía suspiró. —¿Y si soy yo la que acaba pagando el precio?
Esa noche no dormí pensando en ella. Recordé cómo habíamos soñado juntas con cambiar el mundo desde una agencia creativa; cómo habíamos soportado prácticas sin cobrar y jefes machistas; cómo habíamos celebrado cada pequeño logro como si fuera un Mundial.
Al día siguiente, Lucía tomó una decisión: iba a hablar con don Antonio. Yo temblaba por ella mientras subía las escaleras hacia su despacho.
—Don Antonio —empezó—. Necesito hablar con usted sobre la campaña del cliente nuevo.
Él levantó una ceja. —¿Sí?
—Esa idea era mía. Marta me la robó.
El silencio fue brutal. Don Antonio se acomodó en su silla y la miró fijamente.
—¿Tienes pruebas?
Lucía negó con la cabeza. —Solo mi palabra… y la de Carmen.
Me llamaron al despacho y repetí lo que había visto y oído. Don Antonio escuchó sin pestañear.
—Esto es muy grave —dijo al final—. Pero sin pruebas escritas no puedo hacer nada.
Lucía salió del despacho con los ojos secos pero el alma rota. Esa noche me llamó llorando: —He perdido mi oportunidad y mi dignidad…
—No has perdido nada —le aseguré—. Has hecho lo correcto.
Pero los días siguientes fueron un infierno. Marta recibió su ascenso y un pequeño aumento de sueldo; Lucía fue apartada de los proyectos importantes y relegada a tareas menores. El ambiente se volvió irrespirable.
Una tarde, mientras recogíamos nuestras cosas para irnos a casa, Lucía me miró con una mezcla de tristeza y determinación:
—¿Sabes qué es lo peor? No es perder el trabajo o el reconocimiento… Es sentir que aquí nunca va a cambiar nada si todos callamos.
Al mes siguiente, Lucía presentó su carta de renuncia. Yo lloré como una niña pequeña cuando se despidió de mí en la puerta del edificio.
—Carmen —me dijo abrazándome fuerte—, prométeme que nunca dejarás que te quiten tu voz ni tus ideas.
Hoy han pasado seis meses desde aquel día. Lucía ha encontrado trabajo en una pequeña agencia donde valoran su creatividad y su honestidad. Yo sigo aquí, luchando cada día por no convertirme en una Marta más.
A veces me pregunto: ¿Cuántas Lucías más hay en España? ¿Cuántas ideas robadas quedan enterradas bajo el silencio y el miedo? ¿Y hasta cuándo vamos a permitirlo?