Cuando la traición lleva tu nombre: La historia de Lucía, mi mejor amiga y mi exmarido
—¿Cómo has podido hacerme esto, Lucía? —grité, con la voz quebrada y las manos temblando sobre la mesa de la cocina. El eco de mis palabras rebotó en las paredes vacías de mi piso en Vallecas, mientras mi hijo, Daniel, se encerraba en su habitación para no escuchar otra discusión más.
Lucía no me miraba. Jugaba nerviosa con el anillo de compromiso que, hasta hacía poco, había pertenecido a mí. Ese anillo que Alfonso me regaló en nuestra boda, el mismo que ahora brillaba en la mano de mi mejor amiga. Mi única amiga.
—No lo planeé, Marta. Las cosas simplemente… pasaron —susurró Lucía, con la voz ahogada por las lágrimas que no se atrevía a dejar caer.
Pero yo sí lloré. Lloré por la traición, por la soledad, por el vacío que sentía desde que Alfonso se fue de casa hace dos años. Lloré porque Lucía era mi refugio, la única persona a la que podía llamar a las tres de la mañana cuando Daniel tenía fiebre o cuando el banco volvía a rechazar mi solicitud de préstamo. Y ahora ella era parte del problema.
Todo empezó hace quince años, cuando Alfonso y yo nos casamos en una pequeña iglesia de Madrid. Lucía fue mi dama de honor, mi confidente, la tía postiza de Daniel. Compartimos risas, vacaciones en la playa de Benidorm y tardes interminables de café y confidencias en el salón de mi casa. Cuando Alfonso empezó a distanciarse, Lucía fue quien me animó a luchar por mi matrimonio. «Él te quiere, Marta. Solo está pasando una mala racha», me repetía.
Pero la mala racha se convirtió en rutina: discusiones por dinero, silencios eternos en la mesa del comedor, miradas frías. Hasta que un día Alfonso hizo las maletas y se fue. Me dejó con Daniel y una hipoteca imposible de pagar con mi sueldo de administrativa.
Lucía estuvo a mi lado durante el divorcio. O eso creía yo. Me acompañó al juzgado, me abrazó cuando firmé los papeles y me prometió que nunca estaría sola. Pero apenas un año después, empecé a notar cambios: llamadas menos frecuentes, excusas para no quedar, mensajes sin responder. Hasta que una tarde de septiembre recibí una invitación a una boda. La boda de Lucía y Alfonso.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿Cómo era posible? ¿Cuándo había empezado todo? ¿Habían estado juntos mientras yo aún luchaba por salvar mi matrimonio? Nadie quiso responderme esas preguntas. Ni Alfonso ni Lucía.
La noticia corrió como la pólvora entre los vecinos del barrio y los padres del colegio de Daniel. De pronto, todos tenían una opinión sobre mi vida: que si yo era demasiado fría con Alfonso, que si Lucía siempre había estado enamorada de él… Incluso mi madre me preguntó si había hecho algo para alejar a Alfonso.
Pero lo peor fue ver cómo Daniel sufría. Mi hijo dejó de hablarme durante semanas. «Papá está más feliz con Lucía», me dijo un día, sin mirarme a los ojos. Yo quería gritarle que nada era su culpa, que los adultos somos egoístas y cobardes, pero solo pude abrazarlo y llorar en silencio.
Intenté reconstruir mi vida: busqué otro trabajo, me apunté a clases de yoga y traté de hacer nuevos amigos en el parque mientras Daniel jugaba al fútbol. Pero Madrid puede ser una ciudad muy solitaria cuando te sientes traicionada por quienes más quieres.
Un día, recibí una llamada del hospital: mi padre había sufrido un infarto en su pueblo de Ávila. Llamé a Lucía desesperada, buscando ese apoyo incondicional que siempre me había dado.
—No puedo ir ahora, Marta —me dijo con voz fría—. Tengo cosas que hacer con Alfonso y los niños.
—¿Ni siquiera puedes escucharme? —le supliqué—. Solo necesito hablar con alguien…
—Lo siento —cortó la llamada.
En ese momento supe que la había perdido para siempre.
Pasaron los meses y aprendí a vivir con el dolor. Daniel empezó a aceptar la nueva situación y yo intenté perdonar a Lucía y a Alfonso por el bien de mi hijo. Pero cada vez que los veía juntos en las reuniones del colegio o en las fiestas del barrio, sentía una punzada en el pecho.
Una tarde lluviosa de noviembre, Daniel llegó a casa llorando. Había discutido con Alfonso porque no quería pasar el fin de semana en su casa nueva con Lucía.
—¿Por qué no podemos ser como antes? —me preguntó entre sollozos—. ¿Por qué Lucía ya no es mi tía?
No supe qué responderle. Solo pude abrazarlo fuerte y prometerle que siempre estaríamos juntos pase lo que pase.
Ahora escribo estas líneas desde la soledad de mi salón, viendo cómo la lluvia golpea los cristales y preguntándome si algún día podré perdonar a Lucía. ¿Es posible reconstruir una vida después de una traición así? ¿O hay heridas que nunca cicatrizan?
¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Perdonaríais a vuestra mejor amiga si os hiciera algo así?