Cuando la vida te da la espalda: La historia de Lucía, madre sola en los barrios de Madrid

—¿De verdad vas a quedarte con esa niña, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, tan fría como el mármol de la encimera. Yo tenía diecinueve años y un miedo atroz a todo, menos a mi hija.

No contesté. Miré a mi madre, a sus manos temblorosas, al delantal manchado de tomate. Mi padre, sentado en la mesa, ni siquiera levantó la vista del periódico. En ese momento supe que estaba sola.

Madrid, barrio de Usera, 2007. El aire olía a fritanga y a sueños rotos. Cuando nació Alba, supe que mi vida ya no me pertenecía. El padre, Sergio, desapareció antes de que pudiera decirle que estaba embarazada. «No estoy preparado para esto», me escribió en un mensaje. No volvió a responder.

Durante meses, mi familia me trató como a una extraña. Mi madre me hablaba solo para recordarme que había arruinado mi futuro. Mi padre, que nunca fue hombre de muchas palabras, se limitaba a suspirar y a evitar mi mirada. Los vecinos cuchicheaban en el portal, las vecinas de toda la vida, como la señora Carmen, me miraban con lástima y algo de desprecio.

—¿Y el padre? —me preguntaban en la cola de la panadería.
—No está —respondía yo, apretando los labios para no llorar.

Alba lloraba mucho. Yo también. Las noches eran largas y frías, y el dinero no alcanzaba. Trabajaba limpiando casas por horas, dejando a Alba con mi hermana pequeña, Marta, que apenas tenía catorce años. Mi madre se negaba a ayudarme. «Si te metiste en esto, apáñatelas sola», decía.

Recuerdo una tarde de invierno, la calefacción rota, Alba con fiebre y yo sin dinero para el médico privado. Fui al centro de salud, esperando que nadie me reconociera. La doctora, una mujer mayor llamada Pilar, me miró con ternura. «No estás sola, Lucía. Hay ayudas, hay gente que te puede echar una mano». Lloré en su consulta como una niña.

Pero la ayuda era poca y el juicio, mucho. En el colegio, Alba era «la niña sin padre». Un día la vi llorando en el patio. «Mamá, ¿por qué no tengo papá como los demás?». No supe qué decirle. Me sentí culpable, pequeña, derrotada.

Mi hermana Marta fue mi única aliada. «No les hagas caso, Lucía. Eres más valiente que todos ellos juntos». Pero el peso de la soledad era inmenso. A veces pensaba en marcharme, en dejarlo todo. Pero entonces veía a Alba dormir, tan frágil y tan mía, y encontraba fuerzas donde no las había.

Los años pasaron. Alba creció, y yo con ella. Aprendí a no escuchar los susurros, a ignorar las miradas. Conseguí un trabajo fijo en una residencia de ancianos. No era el trabajo de mis sueños, pero era digno. Empecé a ahorrar, a soñar con un futuro mejor para las dos.

Un día, mi madre enfermó. El cáncer llegó como una sentencia. Fui yo quien la cuidó, quien la acompañó a cada sesión de quimio, quien le leía en voz baja cuando no podía dormir. Una noche, mientras le daba de beber, me miró a los ojos por primera vez en años.

—Perdóname, Lucía. Fui una cobarde. Tenía miedo de lo que dirían los demás. Pero tú… tú has sido más fuerte que todos nosotros.

Lloramos juntas. No sé si la perdoné del todo, pero sentí que algo se rompía y se curaba al mismo tiempo. Cuando murió, me quedé con el vacío, pero también con la certeza de que había hecho lo correcto.

Hoy Alba tiene quince años. Es lista, rebelde y buena. A veces discutimos, como todas las madres e hijas. Pero cuando la veo reír, sé que todo el dolor valió la pena.

A veces me pregunto si la vida podría haber sido diferente. Si Sergio hubiera estado, si mi familia me hubiera apoyado desde el principio. Pero entonces miro a Alba y sé que no cambiaría nada.

¿De verdad somos tan diferentes las madres solteras? ¿O es el miedo de los demás lo que nos hace invisibles? ¿Cuántas Lucías hay en España, luchando en silencio? ¿Y tú, qué harías si la vida te diera la espalda?