Cuando mi hija terminó Bachillerato, huí de mi marido – Confesiones de una mujer española
—Mamá, ¿de verdad vamos a irnos? —La voz de Lucía, mi hija, apenas era un susurro entre el murmullo de la estación de tren de Valladolid. Su mano apretaba la mía con fuerza, como si temiera que pudiera soltarla y volver atrás. Yo sentía las piernas de gelatina, el corazón golpeando en mi pecho como un tambor desafinado. Una sola maleta a mis pies, la vida entera comprimida en ropa, papeles y un par de fotos.
No podía mirar atrás. Si lo hacía, vería la casa donde había enterrado mis sueños durante veinte años junto a Fernando, mi marido. Vería la cocina donde tantas veces limpié los restos de sus botellas, el salón donde me gritó por primera vez delante de Lucía, la mirada asustada de mi hija cuando él perdió el control. Vería también las miradas de las vecinas, los cuchicheos en la panadería: «Pobre Ana, qué habrá hecho para que Fernando beba así».
Pero ese día no era para mirar atrás. Era para saltar al vacío. El tren llegó con un estruendo metálico. Lucía me miró buscando una respuesta definitiva. Yo asentí, tragando lágrimas.
—Sí, hija. Nos vamos. Ya no más gritos. Ya no más miedo.
Subimos al tren y sentí cómo se me aflojaban los músculos. Por primera vez en años, respiré hondo sin miedo a que alguien me juzgara por hacerlo demasiado fuerte. Lucía apoyó la cabeza en mi hombro y cerró los ojos. Yo no podía dormir. Mi mente repasaba cada momento: la primera vez que Fernando llegó borracho a casa, la primera vez que me pidió perdón llorando, prometiendo que cambiaría. Las veces que le creí. Las veces que me culpé por no poder ayudarle.
Mi madre siempre decía: «En los pueblos pequeños, todo se sabe». Y vaya si se sabía. Cuando Fernando empezó a beber más, las vecinas dejaron de invitarme a sus meriendas. En la iglesia, la señora Rosario me miraba con lástima y murmuraba con las otras: «Esa pobre Ana…». Yo aguantaba por Lucía. Por darle una familia «normal». Pero ¿qué es normalidad cuando cada día es una batalla?
La noche antes de irnos, Fernando llegó tarde. Olía a vino barato y rabia contenida.
—¿Dónde está la cena? —gruñó.
—En el horno —respondí sin mirarle.
—Siempre igual, Ana. Siempre igual… —tiró el plato al suelo y se fue dando tumbos al dormitorio.
Lucía me abrazó en silencio. Esa noche supe que no podía esperar más.
En Madrid nos recibió mi prima Carmen. Su piso era pequeño pero cálido, lleno de plantas y olor a café recién hecho.
—Ana, aquí estáis seguras —me dijo abrazándome fuerte—. No tienes que dar explicaciones a nadie.
Pero yo sentía el peso del juicio ajeno incluso allí. En cada llamada perdida de Fernando, en cada mensaje de mi cuñada: «¿Cómo puedes hacerle esto a tu marido? ¿Y Lucía? ¿No piensas en ella?».
Lucía empezó el instituto en Madrid. Al principio callada, tímida, pero poco a poco fue encontrando su sitio. Yo busqué trabajo limpiando casas y cuidando niños. No era fácil empezar de cero a los cuarenta y tres años. A veces lloraba en silencio por las noches, preguntándome si había hecho lo correcto.
Un día, mientras fregaba el suelo en casa de los señores Gutiérrez, escuché a la señora hablar por teléfono:
—Sí, sí… La nueva chica es muy formal, pero se nota que viene «de pueblo»… —y soltó una risita.
Me ardieron las mejillas. ¿Sería siempre «la del pueblo», «la que huyó»? ¿Alguna vez dejaría de sentirme extranjera en mi propio país?
Lucía me sorprendió una tarde con una carta:
—Mamá, he escrito esto para ti —me dijo sonrojada.
La leí entre lágrimas: «Gracias por ser valiente cuando yo no podía serlo. Gracias por salvarnos».
A veces Fernando llamaba borracho, suplicando que volviéramos. Otras veces amenazaba con quitarme a Lucía. Fui a comisaría varias veces; la policía me miraba con cansancio: «Señora, denúncielo si tiene miedo». Pero yo tenía miedo incluso de denunciar.
Carmen me animó a ir al centro de mujeres del barrio. Allí conocí a otras como yo: Pilar, que huyó de un marido violento en Salamanca; Mercedes, que vivió años con un hombre que le rompió los sueños y los dientes; Rosario, que perdió la custodia de sus hijos porque nadie creyó su historia.
Entre todas nos dimos fuerza para seguir adelante.
Un año después, Lucía aprobó Selectividad y yo conseguí un contrato fijo limpiando en una residencia de ancianos. Empecé a sonreír sin sentirme culpable.
Pero aún hoy hay noches en las que me despierto sobresaltada pensando si hice bien. Si algún día podré volver al pueblo sin sentir vergüenza o miedo.
A veces me pregunto: ¿Por qué en España todavía pesa tanto el qué dirán? ¿Por qué tantas mujeres seguimos callando para no ser señaladas?
¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar? ¿De verdad se puede empezar de nuevo cuando todos te han dado la espalda?