Cuando mi mejor amiga se liberó: una historia de Bożena y su renacimiento

—¡No aguanto más, Lucía! ¡Esta vez es en serio!—. La voz de Bożena temblaba al otro lado del teléfono, como si cada palabra le costara un pedazo de alma. Eran las once de la noche y yo ya estaba en pijama, pero al escucharla, sentí que el corazón se me salía del pecho.

—¿Dónde estás?— pregunté, casi sin respirar.

—En la esquina de la panadería de don Ernesto. No quiero volver a esa casa, Lucía. No puedo más—. Su llanto era un río desbordado.

Salí corriendo, sin pensar en el frío ni en lo que diría mi esposo. Solo sabía que mi amiga, mi comadre, la madrina de mi hija, me necesitaba. Cuando la vi, sentada en la acera, con el maquillaje corrido y una bolsa de supermercado como único equipaje, sentí rabia y ternura a la vez. Rabia por todo lo que había soportado; ternura porque, a pesar de todo, seguía siendo esa Bożena valiente que conocí en la universidad.

La llevé a casa. Mi hija se despertó y corrió a abrazarla. —¿Por qué lloras, madrina?— preguntó con esa inocencia que solo tienen los niños.

Bożena la apretó fuerte y le susurró: —Porque a veces hay que ser valiente para buscar la felicidad, mi amor.

Esa noche no dormimos. Entre mate y lágrimas, Bożena me contó todo: los gritos de Waldemar, las humillaciones, las veces que él llegaba borracho y ella tenía que esconderse en el baño con su hijo pequeño. —Nunca me pegó, Lucía, pero a veces las palabras duelen más que los golpes—. Yo la escuchaba y sentía una mezcla de alivio y culpa: alivio porque por fin había salido de ese infierno; culpa porque quizás debí haber hecho más para ayudarla antes.

Al día siguiente, el pueblo ya estaba hablando. En nuestra ciudad del interior argentino, las noticias vuelan más rápido que el viento pampeano. Mi suegra fue la primera en advertirme: —Lucía, tené cuidado. No quiero problemas en esta casa—. Pero yo no iba a dejar sola a mi amiga. ¿Cuántas veces nos hemos callado por miedo al qué dirán?

Bożena empezó a buscar trabajo. No era fácil: tenía 38 años, un hijo pequeño y un currículum interrumpido por años dedicados al hogar. —Me siento invisible— me confesó una tarde mientras lavábamos los platos juntas.

—No sos invisible para mí ni para tu hijo— le respondí—. Y tampoco para todas las mujeres que te van a ver como ejemplo cuando sepan tu historia.

Pero no todo era apoyo. Su propia madre le dijo: —¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Quién te va a querer con un hijo? Mejor hubieras aguantado un poco más.— Bożena lloró en silencio esa noche, pero al día siguiente se levantó temprano y fue a dejar currículums a todos los supermercados del barrio.

Un día Waldemar apareció en mi puerta. Golpeó fuerte, como si quisiera romperla. —¡Decile a Bożena que salga! ¡Esa mujer es mía!— gritaba, borracho y furioso.

Me temblaban las piernas, pero lo enfrenté: —Bożena no es de nadie. Y si no te vas ahora mismo llamo a la policía.— Cerré la puerta con fuerza y sentí que por fin le devolvía algo de dignidad a mi amiga.

Las semanas pasaron. Bożena consiguió trabajo en una panadería. No era mucho, pero era suyo. Su hijo empezó a sonreír otra vez. Yo la veía florecer poco a poco, aunque todavía había días grises.

Una tarde, mientras tomábamos tereré en el patio, Bożena me miró con los ojos llenos de esperanza y miedo:

—¿Creés que algún día voy a poder volver a confiar en alguien? ¿Que voy a dejar de sentir vergüenza por haberme equivocado?

La abracé fuerte. —No te equivocaste por amar. El error fue de él por no saber cuidarte.—

La historia de Bożena se fue corriendo por el barrio. Algunas mujeres empezaron a acercarsele en secreto: una vecina le contó que también sufría insultos de su marido; otra le pidió consejo para animarse a denunciar. Bożena se convirtió sin querer en referente para muchas.

Pero también hubo quienes la juzgaron. —Seguro que algo habrá hecho— murmuraban en la cola del almacén. —Las mujeres de ahora ya no aguantan nada.—

Un domingo, mientras preparábamos empanadas para toda la familia, Bożena me miró y dijo:

—¿Sabés qué es lo más difícil? No es empezar de cero ni enfrentar el chisme. Es perdonarme a mí misma por haber aguantado tanto tiempo.

La miré y sentí orgullo. Porque Bożena no solo se estaba reconstruyendo: estaba ayudando a otras a hacerlo también.

Hoy Bożena ya no llora todas las noches. Su hijo va a la escuela con una sonrisa y ella sueña con abrir su propio negocio algún día. A veces todavía tiene miedo, pero ahora sabe que no está sola.

Y yo me pregunto: ¿Cuántas Bożenas hay en nuestros barrios, esperando una mano amiga para animarse a romper el silencio? ¿Cuántas veces hemos juzgado sin saber lo que pasa detrás de una puerta cerrada?

¿Y vos? ¿Te animarías a acompañar a alguien en su proceso de liberación? ¿O preferís mirar para otro lado?