Cuando mi nieto quiso echarme de mi propia casa
—¿Así que esto es lo que valgo para ti, Sergio? ¿Un papel firmado y una mudanza?—. Mi voz temblaba, pero no de miedo, sino de rabia contenida. Sergio, mi nieto, ni siquiera me miraba a los ojos. Estaba sentado en la mesa del salón, ese mismo salón donde le enseñé a leer y donde celebramos sus cumpleaños con globos y risas. Ahora solo había silencio y papeles.
—Abuela, entiéndelo… No podemos seguir en el piso de los padres de Lucía. Somos cinco en setenta metros cuadrados. Los niños no tienen espacio ni para hacer los deberes—. Su tono era casi suplicante, pero yo solo veía la sombra de la ambición tras sus palabras.
Me llamo Carmen, tengo setenta y ocho años y he vivido toda mi vida en este barrio de Vallecas. Mi marido, Antonio, y yo compramos este piso en los años setenta, cuando todo era más difícil pero también más sencillo. Aquí crié a mis dos hijos, aquí enterré a Antonio, aquí aprendí a vivir sola. Y ahora, después de toda una vida de sacrificios, mi propio nieto quería echarme para quedarse con la casa.
No era la primera vez que notaba miradas extrañas o escuchaba conversaciones a medias entre Sergio y Lucía. Pero nunca imaginé que llegarían tan lejos como para buscar un notario y preparar los papeles de la herencia en vida. «Así no tendrás que preocuparte por nada, abuela», me decían. «Solo firmar y ya está». Pero yo no soy tonta.
Una tarde escuché a Lucía hablando por teléfono en el pasillo:
—Si Carmen se va a la residencia, podríamos entrar ya mismo. Los niños tendrían cada uno su cuarto… Y podríamos vender el piso de mi madre para pagar la reforma.
Sentí un frío en el pecho. No era solo el miedo a perder mi casa; era el dolor de saber que para ellos solo era un estorbo. Me encerré en mi habitación y lloré como una niña pequeña. Pero después de unas horas, la rabia me dio fuerzas.
Al día siguiente fui al banco y pedí cita con un abogado. No sabía mucho de leyes, pero sí sabía que nadie podía obligarme a firmar nada si yo no quería. El abogado me explicó mis derechos y me aconsejó que tuviera cuidado con las presiones familiares.
Durante semanas fingí no saber nada. Observaba a Sergio y Lucía planear su futuro en mi casa mientras yo preparaba café y fingía sonreír. Pero por dentro, iba tramando mi venganza silenciosa.
Un día recibí la visita de mi vecina Pilar:
—Carmen, ¿has visto el cartel de la inmobiliaria? Dicen que están pagando muy bien por los pisos antiguos del barrio.
La idea prendió como una chispa en mi cabeza. ¿Y si vendía la casa antes de que ellos pudieran hacer nada? ¿Y si me iba yo por mi propio pie, sin darles el gusto de echarme?
Esa noche apenas dormí. Me levanté temprano y llamé a la inmobiliaria. Vinieron a ver el piso y me ofrecieron una cantidad que nunca habría imaginado. Con ese dinero podría irme a un apartamento pequeño en la costa, cerca del mar, lejos de todo este dolor.
La decisión estaba tomada.
El día que vinieron los compradores a firmar el contrato, Sergio llegó antes de tiempo. Me encontró sentada en el sofá con una carpeta en las manos.
—¿Qué haces con esos papeles, abuela?
—Voy a vender la casa, Sergio. Me voy a vivir donde nadie pueda echarme nunca más.
Su cara se descompuso.
—¡Pero…! ¡Eso no puedes hacerlo! ¡Esa casa es nuestra!— gritó Lucía desde la puerta.
—No, Lucía. Esta casa es mía. Y nadie va a decidir por mí mientras yo esté viva.
Hubo gritos, lágrimas y reproches. Sergio me acusó de egoísta, de no pensar en sus hijos. Yo le respondí que él tampoco había pensado nunca en mí, solo en lo que podía sacar de mí.
Cuando los compradores se marcharon y la casa ya no era mía, sentí una mezcla de alivio y tristeza. Recogí mis cosas y cerré la puerta por última vez. Caminé despacio por el portal, recordando cada rincón, cada foto colgada en las paredes.
Ahora vivo en un pequeño apartamento en Benidorm. Echo de menos mi barrio y a veces me duele el corazón al pensar en Sergio. Pero también siento paz: nadie puede quitarme lo que soy ni lo que he vivido.
A veces me pregunto: ¿En qué momento dejamos de ser familia para convertirnos en enemigos? ¿Cuánto vale realmente una casa comparado con el amor y el respeto?
¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?