Cuando Sergio Cerró la Puerta

—¿Por qué te has ido, Sergio? —grité aquella noche, con la voz rota y los ojos hinchados de tanto llorar. Él no respondió. Solo cerró la puerta con ese silencio cruel que aún resuena en mi pecho. Desde entonces, cada día ha sido una batalla. Me llamo Laura, tengo treinta y dos años y tres hijos: Gabriel, Mateo y Lucía. Vivo en Madrid, en un piso pequeño de Carabanchel, donde las paredes parecen encoger cada vez que la soledad me aprieta el alma.

Hoy hace frío. El cielo amenaza lluvia y yo estoy sentada en un banco del parque, mirando cómo Gabriel corre tras un balón con sus amigos. Mateo duerme en el carrito y Lucía me agarra el dedo con su manita diminuta. Me siento invisible entre las madres que charlan animadamente sobre sus vacaciones en la playa o los últimos cotilleos del colegio. Yo solo pienso en cómo llegaré a fin de mes.

—Mamá, ¿puedo quedarme un rato más? —me pregunta Gabriel, con esa sonrisa que me recuerda tanto a Sergio.

—Cinco minutos, cariño. Luego tenemos que ir a por Mateo y después a casa —le respondo, intentando sonar alegre.

La rutina me asfixia: recoger a Gabriel del fútbol, dejar a Mateo en la guardería, correr al supermercado antes de que cierren, preparar la cena mientras Lucía llora porque le están saliendo los dientes. Por las noches, cuando por fin se duermen los tres, me siento en la cocina con una taza de café frío y repaso las cuentas: alquiler, luz, comida… Siempre falta algo.

Mi madre me llama cada semana desde Salamanca. Siempre empieza igual:

—Laura, hija, ¿por qué no vuelves al pueblo? Aquí estarías mejor, podrías dejar a los niños conmigo y buscarte un trabajo decente.

Pero yo no quiero volver. No quiero ser la hija fracasada que regresa con tres niños y sin marido. Prefiero luchar aquí, aunque cada día sea una cuesta arriba.

A veces pienso en Sergio. En cómo era antes de que todo se torciera: divertido, cariñoso, soñador. Pero después llegó el paro, las discusiones por dinero, su mirada perdida… Hasta que una noche hizo la maleta y se fue. Ni una nota, ni una explicación. Solo silencio.

Hace dos años que no sé nada de él. Ni una llamada para preguntar por sus hijos. Gabriel aún pregunta por su padre de vez en cuando; Mateo apenas lo recuerda; Lucía nunca lo conoció.

Hoy es viernes y estoy agotada. Cuando llego a casa con los niños y las bolsas del súper, me encuentro una carta en el buzón. No tiene remitente. La abro temblando:

«Laura,
Sé que no merezco tu perdón ni el de los niños. He estado lejos porque no sabía cómo enfrentar todo lo que hice mal. Pero quiero veros. Mañana estaré en tu portal a las seis. Si no quieres verme, lo entenderé.
Sergio»

El corazón me da un vuelco. ¿Por qué ahora? ¿Qué pretende? Paso la noche en vela, debatiéndome entre el odio y la esperanza. ¿Y si ha cambiado? ¿Y si vuelve solo para hacerme daño otra vez?

A las seis menos cinco estoy mirando por la mirilla como una loca. Los niños juegan en el salón ajenos a mi nerviosismo. De repente suena el timbre.

—¿Quién es? —pregunto con voz temblorosa.

—Soy yo… Sergio.

Abro la puerta despacio. Allí está: más delgado, ojeroso, con esa barba descuidada que nunca le gustó a mi madre.

—Hola, Laura —dice bajando la mirada.

—¿Qué quieres? —le espeto sin poder evitarlo.

—Ver a mis hijos… pedirte perdón… intentar arreglar lo que rompí.

Me quedo callada. Siento rabia y alivio al mismo tiempo. Los niños se asoman curiosos.

—¿Papá? —pregunta Gabriel con voz queda.

Sergio se arrodilla y abre los brazos. Gabriel corre hacia él y se funden en un abrazo largo y silencioso. Mateo se acerca tímido; Lucía lo mira sin entender nada.

Esa noche Sergio duerme en el sofá. No hablamos mucho; hay demasiadas cosas rotas entre nosotros. Pero al ver a mis hijos dormir tranquilos después de tanto tiempo, siento que quizá merecen otra oportunidad para tener un padre.

Los días siguientes son un torbellino de emociones: mi familia me juzga por dejarle volver a ver a los niños; mis amigas me dicen que tenga cuidado; yo misma no sé qué pensar. Sergio intenta ayudar: lleva a Gabriel al fútbol, recoge a Mateo de la guardería, juega con Lucía en el parque… Pero yo no olvido las noches de llanto ni los días de desesperación.

Una tarde discutimos fuerte:

—¿Por qué volviste ahora? ¿Por qué no antes? —le grito mientras recojo los platos rotos del suelo.

—Porque tenía miedo… porque no sabía cómo enfrentarme a ti ni a mí mismo —responde él con lágrimas en los ojos.

No sé si podré perdonarle algún día. Pero sí sé que mis hijos merecen conocer a su padre y que yo merezco dejar de vivir con ese peso en el pecho.

A veces me pregunto si es posible reconstruir algo después de tanto dolor o si solo nos engañamos pensando que el amor puede con todo.

¿Vosotros qué haríais? ¿Se puede volver a confiar después de una traición así?