Cuando Tomás se fue, pero se equivocó: Una historia de segundas oportunidades

—¿Así que otra vez milanesa con puré? —preguntó Tomás, dejando caer su mochila en la silla, sin mirarme a los ojos.

El ruido de la lluvia golpeando el techo de chapa era lo único que llenaba el silencio incómodo de nuestra cocina. Yo estaba parada junto a la hornalla, removiendo el puré con una cuchara de madera. Sentí cómo se me apretaba el pecho, pero no dije nada. Sabía que últimamente nada de lo que hacía era suficiente para él.

—Si no te gusta, podés hacerte un huevo —le respondí, intentando sonar indiferente, aunque por dentro me temblaban las manos.

Tomás bufó y se fue al cuarto. Los chicos, Sofía y Lautaro, miraban la escena desde la mesa con los ojos grandes y asustados. Tenían apenas siete y diez años, y ya sabían cuándo era mejor no decir nada.

Esa noche, después de cenar en silencio, Tomás me miró fijo y dijo:

—No puedo más, Lucía. Me voy. No quiero seguir viviendo así.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. No lloré. No grité. Solo lo miré, esperando que dijera que era una broma cruel. Pero no lo era. Tomás tomó su mochila y salió bajo la lluvia, sin mirar atrás.

Los días siguientes fueron un infierno. Mi mamá vino desde Lomas de Zamora para ayudarme con los chicos. Mi hermana Mariana me llamaba todos los días para preguntarme si necesitaba algo. Pero yo solo quería dormir y olvidarme de todo.

En el barrio, las vecinas cuchicheaban cuando pasaba por la verdulería o cuando llevaba a los chicos a la escuela. «Pobre Lucía, ¿qué habrá hecho para que Tomás se fuera?», decían algunas. Otras me miraban con lástima, como si fuera una víctima más del destino cruel que tantas mujeres conocemos en este país.

Una tarde, mientras lavaba los platos, Sofía se acercó y me preguntó:

—¿Mamá, papá va a volver?

No supe qué decirle. Le acaricié el pelo y le dije que no lo sabía, pero que íbamos a estar bien.

Las cuentas empezaron a acumularse en la mesa del comedor: la luz, el gas, el alquiler. Yo trabajaba medio turno en una panadería del barrio y hacía tortas por encargo para las fiestas de los vecinos. Pero no alcanzaba. Tomás mandaba algo de plata al principio, pero después dejó de responder los mensajes.

Una noche, Mariana vino a casa con una botella de vino barato y dos empanadas de carne.

—Tenés que salir adelante, Lu —me dijo—. No podés dejar que esto te hunda.

—¿Y si nunca consigo levantarme? —le pregunté entre lágrimas—. ¿Y si siempre me falta algo?

Mariana me abrazó fuerte y me prometió que no iba a dejarme sola.

Pasaron los meses. Aprendí a arreglar la canilla que goteaba, a cambiar los focos quemados y a hacer magia con la plata para que alcanzara hasta fin de mes. Los chicos empezaron a reírse otra vez en casa. Yo empecé a sentirme menos invisible.

Pero entonces Tomás volvió.

Era un viernes a la noche, igual que aquella vez. Tocó el timbre y yo lo vi desde la ventana: estaba empapado por la lluvia, con la misma mochila vieja colgando del hombro.

—¿Qué hacés acá? —le pregunté apenas abrí la puerta.

—Me equivoqué, Lu —dijo bajando la cabeza—. Pensé que podía ser feliz lejos de ustedes, pero no puedo. Los extraño. Te extraño.

Sentí rabia, tristeza y alivio todo junto. Quise abrazarlo y echarlo al mismo tiempo.

—No es tan fácil —le dije—. No podés irte así nomás y volver cuando querés.

Tomás lloró por primera vez en años. Me contó que había estado viviendo en una pensión en San Telmo, trabajando en lo que podía. Que había salido con otra mujer pero no podía dejar de pensar en nosotros. Que cada vez que veía una familia en la calle sentía un vacío insoportable.

Los chicos salieron corriendo cuando lo vieron y se le colgaron del cuello llorando. Yo los miré y sentí una punzada en el corazón: ¿cómo negarles ese abrazo?

Esa noche dormimos todos juntos en la cama grande como cuando eran bebés y teníamos miedo de las tormentas eléctricas.

Pero las cosas no volvieron a ser como antes. Tomás quería recuperar el tiempo perdido, pero yo ya no era la misma Lucía sumisa y callada de antes. Empezamos terapia de pareja en el centro comunitario del barrio. Hablamos mucho, lloramos más todavía.

Un día le dije:

—Si te vas otra vez, esta vez no te espero más.

Él asintió y me agarró la mano fuerte.

La vida siguió su curso: los chicos crecieron, yo conseguí un trabajo mejor en una fábrica textil gracias a una amiga de Mariana. Tomás empezó a ayudar más en casa: cocinaba los domingos y llevaba a los chicos al club los sábados.

A veces discutíamos fuerte, sobre todo cuando el dinero no alcanzaba o cuando las viejas heridas volvían a abrirse. Pero aprendimos a pedirnos perdón sin orgullo y a reírnos juntos otra vez.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo han tenido que reconstruirse desde cero? ¿Cuántas familias sobreviven a una ruptura así? No sé si hice bien en dejarlo volver o si debería haber seguido sola. Pero sé que ahora soy más fuerte y que mis hijos aprendieron que nadie es perfecto, ni siquiera sus padres.

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían o seguirían adelante solos? Me gustaría leer sus historias.