De ser la niña de papá a enfrentar el desahucio en mi propia casa

—¿Otra vez has dejado los juguetes de Daniel en el pasillo? —la voz de mi padre retumba desde el salón, cortando el silencio de la tarde como un cuchillo afilado.

Me detengo en seco, con la bolsa de la compra aún colgando del brazo. Daniel, mi hijo de seis años, me mira con esos ojos enormes, buscando refugio en mi expresión. Respiro hondo y le hago una seña para que recoja sus cosas. No quiero discutir. No otra vez.

Pero mi padre no se detiene ahí. Sale del salón, el ceño fruncido, y me enfrenta en el pasillo estrecho de nuestro piso en Vallecas.

—No puedo más, Lucía. Esto ya no es vida. Aquí no hay espacio para todos. —Su voz tiembla, pero no sé si es de rabia o de tristeza.

Mi madre asoma la cabeza desde la cocina, con las manos húmedas por fregar los platos. Mi hermano Sergio, de diecisiete años, se encierra en su habitación con los cascos puestos, ajeno al drama familiar. Yo me quedo ahí, petrificada, sintiendo cómo la vergüenza y la impotencia me suben por la garganta.

—Papá… —susurro—. No tengo a dónde ir. Sabes que no puedo permitirme un alquiler sola con Daniel.

Él suspira y se pasa la mano por el pelo canoso. Durante un instante, veo al hombre que me llevaba al parque los domingos y me compraba helados cuando sacaba buenas notas. Pero ese hombre parece haberse esfumado desde que volví a casa tras separarme del padre de Daniel.

—No es justo para nadie —dice finalmente—. Ni para ti, ni para nosotros. Esto no es una familia, es una olla a presión.

La conversación queda flotando en el aire como una amenaza. Me encierro en mi cuarto —el que comparto con Daniel— y dejo que las lágrimas caigan en silencio. Él se acurruca a mi lado y me abraza fuerte.

—¿Mamá? ¿Nos vamos a ir de casa? —pregunta con voz temblorosa.

No sé qué responderle. No quiero mentirle, pero tampoco quiero asustarle más de lo que ya está.

Esa noche apenas duermo. Escucho a mis padres discutir en voz baja en el salón. Mi madre intenta defenderme:

—Es nuestra hija, Juan. ¿Dónde quieres que vaya con el niño?

—No podemos seguir así, Carmen. Sergio necesita espacio para estudiar, nosotros también… Lucía ya es mayor, tiene que buscarse la vida.

Las palabras duelen más porque sé que tienen razón y a la vez no la tienen. La vida no es tan sencilla como buscarse un piso y empezar de cero. Los alquileres en Madrid están por las nubes y mi trabajo como dependienta apenas da para pagar la guardería y algo de comida.

Al día siguiente, intento hablar con mi hermano Sergio mientras desayuna.

—¿Tú qué piensas? —le pregunto.

Él ni siquiera levanta la vista del móvil.

—No sé… Yo solo quiero poder estudiar tranquilo para la selectividad. Aquí no cabe ni un alfiler.

Me siento invisible en mi propia casa. Antes era la niña de papá, su orgullo. Ahora soy una carga más, un problema sin solución.

Las semanas pasan y la tensión crece. Mi padre cada vez está más distante conmigo y más irritable con Daniel. Mi madre intenta mediar, pero también está agotada. Un día llego a casa y encuentro mis cosas amontonadas en bolsas junto a la puerta del cuarto.

—¿Qué significa esto? —pregunto, mirando a mi padre con incredulidad.

Él evita mi mirada.

—Tienes hasta final de mes para irte. Lo siento, Lucía. No puedo más.

Me derrumbo en el suelo, rodeada de mis propias pertenencias como si fueran los restos de un naufragio. Daniel llora a mi lado y yo solo puedo abrazarle fuerte.

Intento buscar soluciones: llamo a amigas, pregunto por habitaciones en alquiler, incluso pienso en volver con el padre de Daniel aunque sé que sería un error fatal. Todo parece imposible o demasiado caro.

Una tarde, mientras paseo con Daniel por el parque donde jugaba de niña, me encuentro con Marta, una antigua compañera del instituto.

—¡Lucía! ¿Qué tal estás? Hace siglos que no te veo…

No puedo evitar romper a llorar delante de ella. Le cuento todo: la separación, volver a casa de mis padres, el ultimátum de mi padre…

Marta me escucha sin juzgarme y me ofrece quedarme unos días en su piso compartido mientras busco algo más estable.

—No es mucho, pero al menos tendrás un techo —dice sonriendo—. Y Daniel puede dormir conmigo si hace falta.

Acepto su ayuda con gratitud y vergüenza a partes iguales. Cuando le cuento a mi madre que nos vamos unos días con Marta, ella llora y me abraza fuerte.

—Perdóname por no poder hacer más —susurra entre sollozos—. Ojalá las cosas fueran diferentes.

Mi padre ni siquiera sale a despedirse cuando nos marchamos con dos maletas y una bolsa de juguetes. Daniel me pregunta si volveremos algún día a casa de los abuelos y yo solo puedo encogerme de hombros.

En el piso de Marta todo es pequeño pero cálido. Compartimos risas y cenas improvisadas en el salón diminuto. Por primera vez en meses respiro tranquila aunque sé que esto solo es un parche temporal.

Por las noches me asaltan las dudas: ¿Hice mal en volver a casa tras separarme? ¿Debería haber aguantado más por Daniel? ¿Es justo que una familia te cierre la puerta cuando más lo necesitas?

A veces pienso en llamar a mi padre y pedirle perdón por ser una carga, pero luego recuerdo todas las veces que él me prometió que siempre tendría un sitio en casa…

¿De verdad la familia lo es todo? ¿O hay momentos en los que uno tiene que aprender a sobrevivir solo aunque duela?