¿De verdad soy una mala abuela?

—¡No puedes llevártela así, Álvaro! —grité desde la puerta, con la voz quebrada y las manos temblorosas, mientras veía cómo mi yerno subía a Lucía al coche sin apenas mirarme a los ojos.

La tarde había empezado como cualquier otra en nuestro pequeño pueblo de Castilla-La Mancha. Lucía, mi nieta de seis años, corría por el patio con su vestido azul, riendo y persiguiendo a nuestro viejo gato, mientras yo preparaba una merienda sencilla: pan con chocolate y un vaso de leche. Siempre he pensado que lo importante no es la cantidad de dulces, sino el cariño con el que se dan las cosas. Pero parece que hoy, ese detalle iba a cambiarlo todo.

Álvaro llegó antes de lo habitual. Entró en la cocina con el ceño fruncido y ni siquiera me saludó. Se acercó a la mesa, miró la merienda y luego me miró a mí, con esa mirada fría que nunca había visto en él.

—¿Eso es todo lo que le das? —preguntó, señalando el plato.

—Es lo que siempre le ha gustado —respondí, intentando no sonar a la defensiva—. Además, sabes que no me gusta darle demasiados dulces.

—Mi madre le compra bollos y zumos cada vez que va —replicó él, alzando la voz—. No entiendo por qué aquí siempre tiene que ser todo tan… escaso.

Sentí cómo me ardían las mejillas. ¿Escaso? ¿Acaso no he dado todo lo que tengo por esta familia? Crié a tres hijos sola después de que Antonio muriera en aquel accidente de tráfico. Trabajé en el campo, limpié casas, hice lo imposible para que nunca les faltara nada. Y ahora, ¿me dice esto?

Lucía nos miraba desde la puerta del patio, con los ojos grandes y asustados. Me agaché para hablarle suavemente:

—Ve a jugar un poquito más, cariño. Ahora voy contigo.

Pero Álvaro no me dejó tiempo. Cogió la mochila de Lucía y empezó a meter sus cosas a toda prisa.

—No pienso dejarla aquí si no eres capaz de cuidarla como se merece —dijo, casi escupiendo las palabras.

Intenté razonar con él:

—Álvaro, por favor… No es solo cuestión de comida. Aquí Lucía es feliz. Mira cómo juega, cómo sonríe…

—No lo entiendes, Carmen. Los tiempos han cambiado. Ahora los niños necesitan más cosas. No quiero que mi hija crezca pensando que tiene que conformarse con menos.

Me quedé sin palabras. ¿De verdad pensaba eso de mí? ¿Que yo quería que Lucía se conformara con menos? ¿O era simplemente una excusa para alejarla de mí?

Cuando vi cómo se llevaban a mi nieta, sentí que algo dentro de mí se rompía. Me quedé sola en la cocina, rodeada del silencio y del eco de las risas de Lucía que ya no estaban.

Esa noche no pude dormir. Daba vueltas en la cama recordando cada detalle: el primer día que sostuve a Lucía en brazos, cómo aprendió a decir «abuela» antes que «mamá», las tardes de cuentos junto a la chimenea… ¿Había sido demasiado estricta? ¿Demasiado anticuada? ¿O simplemente era imposible competir con los tiempos modernos?

Al día siguiente llamé a mi hija Marta, esperando encontrar consuelo. Pero su voz sonaba cansada y distante:

—Mamá, Álvaro está muy enfadado. Dice que Lucía siempre vuelve triste porque aquí no tiene lo mismo que sus primos en Madrid…

—Pero si aquí es feliz… —susurré, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

—Lo sé, mamá. Pero él no lo entiende. Dice que tienes que adaptarte…

Colgué el teléfono sintiéndome más sola que nunca. Salí al patio y me senté en el banco donde solíamos merendar juntas. Miré el campo dorado por el sol de junio y pensé en todo lo que había cambiado desde mi infancia: antes compartíamos lo poco que teníamos y nadie se sentía menos por ello. Ahora parece que si no das más y más, no eres suficiente.

Los días pasaron lentos y pesados. Los vecinos empezaron a murmurar:

—¿Has visto? Álvaro se ha llevado a la niña…

—Dicen que Carmen no le daba ni chuches…

Me dolía más el juicio silencioso de mi propio pueblo que las palabras de Álvaro. Yo solo quería lo mejor para Lucía, pero ¿y si estaba equivocada? ¿Y si realmente era demasiado dura?

Una tarde, mientras regaba las plantas del balcón, vi llegar a mi nieto mayor, Sergio. Se sentó a mi lado sin decir nada durante un rato largo.

—Abuela —dijo al fin—, yo sé lo mucho que te esfuerzas por nosotros. No hagas caso a lo que dice papá. Él no entiende lo importante que es estar aquí contigo.

Le abracé fuerte y lloré como hacía años no lloraba. Quizá no todo estaba perdido.

Pero la herida seguía abierta. Marta apenas me llamaba y Lucía solo podía hablar conmigo por videollamada una vez por semana. Cada vez que veía su carita en la pantalla sentía una mezcla de alegría y tristeza imposible de explicar.

Un domingo cualquiera, mientras preparaba una tortilla de patatas para mí sola, sonó el timbre. Era Marta, con Lucía de la mano.

—Solo venimos un rato —dijo ella, nerviosa—. Álvaro está trabajando y quería verte.

Lucía corrió hacia mí y me abrazó tan fuerte que casi me caigo.

—Abuela, ¿me cuentas un cuento?

Me senté con ella en el sofá y le conté la historia del ratoncito Pérez como tantas veces antes. Marta nos miraba desde la puerta, con los ojos llenos de lágrimas.

—Mamá —susurró—, sé que todo esto es muy difícil… Pero Álvaro solo quiere lo mejor para Lucía. Quizá deberíamos intentar entendernos todos un poco más.

La miré largo rato antes de responder:

—Yo solo quiero que mi nieta sea feliz. Pero no sé si estoy preparada para este mundo nuevo donde parece que nunca es suficiente…

Ahora escribo estas líneas sentada en mi cocina vacía, preguntándome: ¿De verdad he fallado como abuela? ¿O simplemente estamos perdiendo algo esencial entre tanta prisa y tantas cosas materiales?

¿Vosotros qué pensáis? ¿Es posible encontrar un equilibrio entre lo antiguo y lo moderno sin perder lo más importante: el amor y el tiempo compartido?