Demasiada confianza y una botella de veneno

—¿Por qué siempre tienes que hacer ese gesto, mamá? —me pregunta Leon mientras sostiene el paraguas sobre mi cabeza. La lluvia golpea fuerte el asfalto y el aire huele a tierra mojada. Me detengo frente al portón del edificio, ese mismo portón por el que he pasado miles de veces, y suspiro.

—No es nada, hijo. Solo… recuerdos —le respondo, aunque sé que no le convence mi respuesta. Leon me mira con esos ojos llenos de preocupación, tan parecidos a los de su padre cuando aún me miraba con amor.

Subimos en silencio hasta el tercer piso. El ascensor nunca funcionó bien, así que las escaleras son nuestra única opción. Cada peldaño cruje bajo mis pies cansados. Al llegar, Leon saca las llaves y abre la puerta. El olor a café frío y a humedad me recibe como un viejo enemigo.

—¿Quieres que prepare algo de cenar? —pregunta Leon, dejando su mochila en el sofá.

—No, hijo. Solo quiero sentarme un rato —le digo y me dejo caer en la vieja butaca junto a la ventana. Desde aquí puedo ver las luces de la ciudad, tan distantes como mis sueños de juventud.

Leon se sienta frente a mí, en silencio. Sé que quiere hablar, que quiere preguntarme por qué estoy tan callada, pero no se atreve. No después de lo que pasó la semana pasada.

Todo comenzó con una llamada anónima. Una voz temblorosa me advirtió: “Tenga cuidado con su esposo, señora Halina. No todo es lo que parece”. Al principio pensé que era una broma pesada, pero algo en el tono de esa mujer me heló la sangre.

Esa noche, cuando Julián llegó a casa, lo observé con otros ojos. ¿Podría él… mi Julián… estar ocultando algo tan grave? Llevábamos treinta años juntos. Compartimos risas, lágrimas y hasta la receta secreta del mole poblano de mi abuela. Pero desde hace meses lo notaba distante, ausente.

—¿Por qué no comes conmigo? —me preguntó Julián esa noche, mientras servía la sopa.

—No tengo hambre —mentí. En realidad, el miedo me cerraba el estómago.

Esa misma noche, mientras él dormía, revisé su maletín. Entre papeles del trabajo y recibos viejos encontré una pequeña botella de vidrio oscuro con una etiqueta ilegible. El líquido dentro era transparente como el agua. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

Al día siguiente, fui a ver a mi vecina Marta, que siempre ha sido buena para los chismes y las sospechas.

—¿Tú crees que Julián sería capaz de hacerme daño? —le pregunté en voz baja.

Marta me miró sorprendida.—Ay, Halina, uno nunca termina de conocer a la gente… Pero tu Julián siempre fue tan correcto… Aunque últimamente lo vi salir con una mujer joven por la colonia.

Esa confesión me dejó helada. ¿Una amante? ¿O algo peor?

Los días siguientes fueron un infierno. Cada vez que Julián se acercaba sentía el corazón latir como un tambor en mi pecho. Empecé a notar pequeños detalles: la forma en que evitaba mirarme a los ojos, cómo guardaba su celular bajo la almohada, las llamadas a deshoras.

Una tarde encontré a Leon llorando en la cocina. Me acerqué y le pregunté qué pasaba.

—Mamá… Papá me pidió que no te dijera nada, pero creo que está metido en problemas —me confesó entre sollozos.—Lo vi discutir con unos hombres afuera del taller. Parecían peligrosos.

Mi mundo se vino abajo. ¿Qué estaba pasando realmente?

Esa noche enfrenté a Julián.

—¿Qué es esa botella que tienes en tu maletín? ¿Por qué te comportas así conmigo? —le grité con la voz quebrada.

Julián me miró con una mezcla de rabia y tristeza.—No entiendes nada, Halina. Todo lo hago por ustedes…

—¿Por nosotros? ¿O por ti? —le respondí sin poder contener las lágrimas.

El silencio entre nosotros fue más pesado que nunca. Julián salió dando un portazo y no volvió esa noche.

Leon y yo pasamos horas sentados en la sala, esperando algún mensaje o llamada. El teléfono sonó al amanecer: era el hospital. Julián había tenido un accidente automovilístico.

Corrimos al hospital. Lo encontré pálido y adolorido, pero vivo. Cuando por fin pude hablar con él a solas, me confesó todo:

—Me amenazaron, Halina. Si no entregaba ese paquete —la botella— iban a hacerle daño a Leon. No era veneno… era una muestra para chantajearme. Me metí en deudas por el taller y ahora estoy atrapado.

Sentí una mezcla de alivio y rabia. Había desconfiado del hombre con quien compartí mi vida por miedo y rumores. Pero también entendí que el silencio y la desconfianza nos habían llevado hasta este abismo.

Hoy, mientras Leon me ayuda a entrar a casa después del alta de Julián, todo parece igual pero nada lo es realmente. La confianza rota duele más que cualquier herida física.

Me siento junto a la ventana y miro a mi familia: un hijo preocupado, un esposo herido pero arrepentido. Y me pregunto: ¿cuántas familias viven atrapadas entre secretos y desconfianza? ¿Cuántas veces el miedo nos hace ver veneno donde solo hay dolor?

¿Ustedes han sentido alguna vez que la confianza se quiebra en su familia? ¿Qué harían si descubrieran un secreto así?